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En abril nos habíamos acostumbrado a contarlo todo: contagios, ingresos hospitalarios, pruebas PCR, camas libres en las UCI, ausencias... Ya ni siquiera todos los aplausos ... y ovaciones eufóricas de las ocho de la tarde podían disimular que no estábamos preparados.
La fatiga empezó a hacer mella en los sanitarios, que en el transcurso de la primera ola estaban más necesitados de barreras contra los contagios que de vítores y nuevas reproducciones del 'Resistiré'. La falta de material de protección y la desesperada carrera por adquirirlo en el mercado internacional dieron lugar a episodios como el de la partida de 40.000 mascarillas defectuosas que el Ministerio envió a la Región procedentes de un proveedor chino. Hubo que retirar cerca de 25.000 unidades de los centros donde los sanitarios se dejaban la piel sin las armas adecuadas.
En las primeras semanas, muchos se vieron obligados a reutilizar sus mascarillas más allá de lo recomendable mientras surgían iniciativas solidarias para fabricar unos materiales que debían llegar por otras vías: mascarillas de tela, viseras protectoras caseras, respiradores impresos en 3D y todo tipo de donaciones. De fondo, el clamor de unos profesionales que reclamaban indignados más medios.
Pese a que en la Región el ritmo de contagios era entonces todavía inferior al de otras comunidades, no tardaron en llegar las primeras lágrimas por un sanitario fallecido por Covid. Empezó otra cuenta. A la muerte en Murcia de Nerio Valarino González, un médico de 59 años, le siguieron las del también facultativo Juan Antonio Mingorance en Cartagena y el enfermero José Antonio Torres también en Murcia. Cerca de 2.000 sanitarios contagiados después, pocas cuentas importan tanto como una de las más invisibles: la de las vidas salvadas gracias el trabajo de estos profesionales.
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