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Dimos por descontado que todas las mañanas dejaríamos a nuestros hijos en una escuela donde maestros capacitados les formarían y acompañarían hasta que estuvieran en ... condiciones de enfrentar la vida con la mejor preparación. Arropados y felices con sus compañeros, desarrollándose plenos en espacios de igualdad, mientras sus padres cogían ruta hacia sus trabajos. El 13 de marzo, el sistema quebró. Como cualquier viernes, los chicos salieron de clase a la carrera, dejando libros, bolis, apuntes subrayados y mochilas en clase urgidos por la promesa del fin de semana. En el aula quedó el eco del profesor, que dejó de repicar durante seis meses largos sin clase.
Hizo falta que colegios, institutos y universidades cerraran sus aulas 180 largos días para que fuéramos capaces de valorar en su medida el inmenso papel de la escuela en nuestras vidas. El único lugar en el mundo donde todas las oportunidades están abiertas para todos, capaz de corregir desigualdades, de abrir paso al mérito y a la capacidad, de escuchar y atender a los chicos en cada veta de su desarrollo como personas. Para que tomáramos conciencia de que no hay programa 'online' capaz de reemplazar la mirada, la palabra y el aliento de un docente.
También para que viéramos las costuras del sistema, y para que los problemas de inclusión y recursos de la educación regional, que ya estaban ahí, dieran la cara en toda su crudeza. Para que saltaran las alarmas por la amenaza de averiar aún más el único ascensor social con garantías del planeta: la educación.
Las aulas abrieron en septiembre, pero solo a medias. En lugar de rebajar las ratios, Educación apostó por 'quitar' días de clase a los alumnos, un recorte que, más pronto que tarde, dará la cara, y que otras comunidades en las mismas condiciones han evitado. Como la falta de consenso con la que ha salido adelante la 'ley Celaá', la enésima reforma educativa, que deja a la escuela partida en dos.
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