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Por Federico García Lorca sabemos que «vivos y muertos componen un país». Con esta cita en mente, Manuel Moyano (Córdoba, 1963) se adentra en la ... montaña en invierno en 'La frontera interior' (XVI Premio Eurostars Hotels de Narrativa de Viajes 2011, publicado por RBA), posiblemente uno de los libros más reseñados del año y modelo de crónica para futuros escritores de viajes. Un texto que Moyano dedica a su padre, y que toma de la mano al lector, lo sienta en el asiento del copiloto y lo pasea, como un Cela, un Delibes o un Pla de hoy, por una España palpitante, emocionante, afectuosa.
«Partí de casa cierto día de invierno -escribe Moyano en una nota introductoria a esta oda a la cotidianidad de Sierra Morena-, solo, al volante de un humilde utilitario e imbuido por la idea de que lo asombroso y la aventura pueden aguardarnos en cualquier parte. Trataba de imaginar que era un viejo anglosajón poniendo proa a la pampa patagónica o a las cordilleras del Asia central. Con ese espíritu inicié mi periplo y este libro».
Autor Manuel Moyano
Editorial RBA (libro ganador del XVI Premio Eurostars de Narrativa de Viajes)
Comienza la aventura por el extremo oriental de Sierra Morena, en Aldeaquemada (Jaén), «una región que en 1212, tras la batalla de las Navas de Tolosa, quedó prácticamente desierta durante medio millar de años, ajena a la ley y convertida en refugio de malhechores y forajidos». Moyano observa ya aquí, en la churrería de la calle Concordia, que en estos pueblos los parroquianos amarran a la puerta sus podencos y hablan de mil cosas atemperando los cuerpos con contundentes almuerzos mientras surgen conversaciones en torno a la caza. Moyano es, además de un excelente conversador, un atento observador de humanidades. El mundo sale a su encuentro. Disfruta conociendo el nombre a las cosas, descubriendo arroyos, y adentrándose, como animal autóctono, por escenarios de un cuento medieval, como describe, por ejemplo, puntos en el mapa aparentemente anodinos como la Cimbarra: «La hierba, los cardos, las zarzamoras, las copas de las encinas, todo estaba sembrado de escarcha y velado por una difusa neblina. Parecía el escenario de un cuento medieval. Nada más dejar el coche, oí a lo lejos, un poderoso fragor, como si al final del camino me aguardase un dragón furioso. No tardé en llegar a una plataforma rocosa desde donde contemplé la profunda garganta que socavaba el paisaje. El lugar era de una belleza poco común. Un sendero zigzagueante permitía descender hasta un recóndito lago rodeado de fresnos, alisos y rocas musgosas sobre el que vertía agua sin cesar una catarata de cuarenta metros de altura. Me pareció que aquel fastuoso salto constituía el lugar idóneo para iniciar mi viaje, ya que -de algún modo- simbolizaba el gran escalón de Sierra Morena, el abrupto tránsito de la Meseta Central al valle del Guadalquivir». Viajar a través de los ojos de Moyano puede ser el gozo más acertado en un verano de placeres inasumibles por la inflación.
En 'La frontera interior' encontramos al viajero y sus confesiones. Ese que se sobresalta asustado por la sombra que proyecta su figura contra un muro encalado, el que se atiborra de migas serranas, el que da paseos buscando alguien con quien hablar... Hallará el cronista una lección permanente en su peregrinación por la historia desde Bailén hasta Monesterio y más allá, donde la Sierra de la Aracena raya con Portugal. A Moyano le gusta sentir el silencio absoluto de los amaneceres, pero también la barahúnda inesperada por estas nuevas poblaciones que salen a su asalto. Aprenderemos que estas desabrigadas tierras que separan el centro del sur de España representan, de facto, «una fractura del territorio» en sentido geológico y político, pues da cuenta de que «la llegada de riquezas procedentes de América por los puertos de Cádiz y Sevilla obligó a establecer una vía de comunicación rápida y segura con la capital, Madrid. De este modo, Carlos III decretó en 1761 la construcción de la carretera que atravesaría Despeñaperros. El paso siguiente consistió en repoblar la zona como medio de combatir el bandidaje (...)». El trotamundos cordobés, afincado largo tiempo en Molina de Segura y miembro por derecho de la comunidad de los 'Meteoritos', ese fenómeno literario que Consuelo Mengual Bernal estudió con afecto en una tesis doctoral apasionante, nos habla de su crecido interés por los museos, de su admiración por los que conocen la historia y son capaces de transmitirla con amor.
Los museos, para Moyano, son patrimonio de la humanidad. Fascinado queda el lector, como le ocurrió al propio narrador, al descubrir las historias de la colonización de Sierra Morena como si fuera «un paraíso o tierra prometida», con reclutados de Alemania, Suiza, Austria, Países Bajos, Francia e Italia. El hecho de que muchos lugareños, por ejemplo, tengan apellidos como Filter, Mure, Berger o Schmid, como Francisco Pérez-Schmid, cronista de Aldeaquemada, Santa Elena, Navas de Tolosa y Montizón, nos lleva a pensar que hay muchos árboles genealógicos por completar y muchas historias por contar.
Como anécdota, por aquello de viejas tradiciones europeas en estos lares, hace saber Moyano que le han contado que en Santa Elena, por ejemplo, hay un juego llamado «rulahuevos»: «se echan a rodar huevos por una ladera y gana el que llega antes sin romperse». Como curiosidad cita que en San Sebastián de los Ballesteros, la forma común empleada para llamar a las gallinas no es «pitas, pitas», sino «con, con», por la expresión alemana 'komm'.
Moyano busca los altos cerros, y allí se para a contemplar. Un paisaje, en la mirada del escritor, con todos los matices que es capaz de filtrar, puede ser el lugar ensoñado en una noche sublime. A veces uno cree que ciertos pasajes en esta línea recta que traza de este a oeste de Sierra Morena son producto de la ensoñación. En 'La frontera interior' todo es real, pero el lector sueña, fantasea en cada recodo del camino. Ahí está la mano maestra de Moyano, entusiasmado en pueblos fantasmas, ya sea en Virgen de la Cabeza o en cualquier otra villa víctima del aislamiento, donde los moradores locales no disimulan sus «anhelos de compañía».
Por estos derroteros desahuciados de vida social, como ya Cervantes pudo advertir en sus historias, progresa Moyano en su avance hacia la Sierra Morena sevillana, con los pájaros del frío, contando huellas del tiempo de los árabes, entrando y saliendo de iglesias y guaridas, y haciendo a cada poco pequeñas grandes confesiones. Siendo cordobés afincado en Barcelona hace saber que volvía los veranos a los ricos montes del Esparragal de Córdoba. Una vez, en una pista de tierra, vio con su primo José Luis medio centenar de ciervos. «Aún podía identificar muchas de las plantas que crecían en aquellas laderas, desde el cantueso y la borraja hasta el garbancillo o garbanzo del diablo, y conocía bien todas las rutas en un radio de treinta kilómetros. En cierta ocasión, ya con veinte años, sufrí una aparatosa caída en bicicleta cerca de Las Ermitas y tuve que entrar en ellas, empapado de sangre, para pedir auxilio. Me atendieron y curaron con una amabilidad por la que siempre les estaría agradecido».
Moyano es testigo de cómo se dan el pésame por estos lugares, de cómo discuten los hombres en «santuarios de caza», de lo bien que sientan los platos típicos de Villanueva de Córdoba, como el salmorejo jarote, «hecho con pan, huevo duro, pollo, ajo frito y pimiento; se comía frío y dejaba un delicioso regusto a ajo en el paladar. Lo completé con unas chuletas de cerdo y unas natillas. Luego volví a mi habitación, completamente ahíto y, ciertamente, sin demasiadas ganas de ponerme a trabajar».
Sabremos, en un apunte de lo más chocante, sobre los llamados «hombres-islas», que están ligados a las trece ermitas del Desierto de Nuestra Señora de Belén, que no es desierto sino, como remarca el peregrino, monte con frondosa vegetación. «En su celo purificador -escribe Moyano-, algunos ermitaños llegaban a bañar el suelo y las paredes con su propia sangre. Otros añadían hierbas amargas al potaje -su única comida- para evitar sentir cualquier modalidad de placer. Uno de sus hermanos mayores, Juan de Dios de San Antonino, antes marqués de Santaella, había escrito veintiuna severas 'Negaciones' que incluían 'No hacer nada de lo que apetece a la voluntad, sino contra ella' y 'No preguntar sin grave necesidad para evitar curiosidad'. Se comunicaban entre ellos y con su superior mediante un complejo lenguaje de toques de campana. Todos barbados, usaban sayal pardo y esparteñas. El filósofo José Ortega y Gasset, quien visitó este lugar en 1905, se refirió a ellos como 'hombres-islas'». Moyano goza como pocos viajeros «por la dulzura de aquellas soledades», a donde arriba por lo general con una mirada limpia, desprejuiciada, presta a la campanada, absorta en el entusiasmo que provoca no saber qué viene después.
De entre esos aliados que el viajero encuentra en el camino destacan Alejandro López Andrada («mi Virgilio por la penillanura del norte de Córdoba») y Manuel Moya, traductor de Pessoa y de otros tantos poetas lusos, a quien en la Sierra Morena onubense tienen un poco «como el Walt Whitman de la zona» por su barba blanca y su «nulo atildamiento en el vestir». Moya tiene, por cierto, además de ángulos oscuros «como todo poeta», siete bibliotecas repartidas por su casa.
Cuando Moyano merodea ya el meandro del río Ardila, en la frontera con Portugal, lugar donde habían penado los republicanos españoles, el escritor confirma lo que Moya le hace saber: «España le devolvía a Portugal el agua que había recogido de sus nubes».
«Los montes estaban cubiertos de densos encinares y, cuanto más lejos miraba en lontananza, más suave era su perfil. Sierra Morena terminaba, como también terminaba mi viaje. Había vivido aquellos ocho días como si fuesen en realidad ocho semanas, con una intensidad que raramente se da en la existencia cotidiana. Parecía que hubiese recorrido otro continente, o que hubiera viajado en el tiempo a través de los reinos y las edades. Sentí un vago ramalazo de melancolía, pero también la felicidad de saber que pronto regresaría a casa». 'La frontera interior' es, sin duda, un título para alucinar sentado.
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