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Capítulo
Al difunto trata de mirarlo solo por el visor. Lo tiene delante de ella, pero sus ojos se fijan en la imagen que se forma ... a través del objetivo: el brillo de la madera cobriza del ataúd, las manos huesudas entrelazadas sobre el pecho, el anillo dorado en el dedo corazón, el traje gris marengo, la camisa blanca flamante, la corbata negra de rayas plateadas y el rostro sin vida. El tono pálido de la piel, la superficie marmórea que refleja la luz y la obliga a mover varias veces la cámara hasta encontrar el ángulo perfecto.
El frío de la pequeña sala del tanatorio eriza el cuerpo robusto de Dolores. Debería haber traído algo de abrigo, al menos un pañuelo para cubrir sus hombros y compensar la ligereza de la blusa de seda. No lo ha pensado antes de salir de casa y ahora se arrepiente. El aluminio del trípode se ha enfriado nada más entrar y el cuerpo de la cámara es ahora un témpano de hielo. Lo nota al apoyar la mejilla para comprobar la imagen por el visor metálico. Al final ha traído consigo la Nikon F4. Tiene más de veinte años y pesa como un yunque, pero se siente a gusto con ella. Además, era la preferida de Luis. Por alguna razón, también esto ha influido en su elección.
En la habitación no está sola. La hija del difunto, vestida de negro riguroso, la acompaña en silencio. No debe de ser mucho mayor que ella. Sesenta, tal vez. Dolores percibe su mirada inquisitiva en cada pequeña acción. Pero prefiere estar vigilada a quedarse a solas con el cuerpo.
Se mueve en silencio, con lentitud y respeto. Pide permiso sin apenas levantar la voz para mover las flores y despejar el campo de visión. Ladea las coronas y sitúa el trípode a la distancia justa. Trata de ser rápida y centrarse en lo que hace. Es consciente de habitar un tiempo prestado e interrumpir un duelo. Por eso cada leve movimiento, cada mínima pulsación del disparador, le hace pensar en la incomodidad de la mujer que no deja de escudriñarla. La misma contrariedad que le ha manifestado nada más entrar:
-Lo respeto porque era la voluntad de mi padre -le ha dicho con tono seco y gesto agrio antes de que el operario abriera la sala de exposición del cadáver-. Pero todo este delirio es cosa del anciano loco ese. Por favor, dese prisa y váyase pronto de aquí.
El anciano loco ese. Las palabras de la mujer le han puesto imagen -aunque sea imprecisa- a la voz que está en el origen de todo. La llamada telefónica. Ayer, a última hora de la tarde. El tono grave y el acento que no supo identificar. Y, sobre todo, el encargo -mejor, el ruego-, el más insólito de todos los que ha recibido en su vida de fotógrafa.
-Mi amigo ha muerto -dijo la voz-. Le prometí una última fotografía.
Durante unos segundos, Dolores no supo cómo reaccionar. ¿La foto de un difunto? ¿Qué tipo de broma era esa? Pero el tono del requerimiento no dejaba espacio a la duda. El hombre hablaba en serio. Había previsto hacerlo él mismo, le dijo, pero se encontraba inmovilizado por un accidente doméstico. Le pagaría lo que hiciera falta. Además, no sería excesivamente complicado: varias tomas del cuerpo, las que ella decidiera, y siempre en blanco y negro. Si pudiera cargar la cámara con un Tri-X 400, sería perfecto. El grano no es excesivo y la sensibilidad es suficiente para un espacio poco iluminado. El único problema, insistió, era la urgencia. Debía llegar temprano al tanatorio. Antes del entierro. A la mañana siguiente.
Después de colgar necesitó unos minutos para pensar. Hacía años que no utilizaba carretes en blanco y negro. Afortunadamente, aún conservaba algunos en las estanterías del almacén. Si no estaban demasiado caducados, podría utilizarlos. Pero nunca había hecho nada parecido. Con Luis había realizado todo tipo de reportajes. Bautizos, bodas, comuniones, celebraciones de toda índole. Incluso una vez documentó un accidente de tráfico a petición de la policía local. Pero un difunto..., nunca había fotografiado «algo» así.
Por eso todavía no tiene claro por qué la tarde de ayer contestó que sí. Es posible que fuera el tono de la voz, la necesidad, más una súplica que un encargo. O tal vez fuera porque, por primera vez en mucho tiempo, presintió que podía ser útil y que la fotografía adquiría sentido de nuevo. O quizá solo fuese el azar; que dijo sí como podía haber dicho no. Aunque presume que debajo de todo se esconde alguna razón. Una que todavía no sabe cómo formular, pero que tiene la culpa de que ella esté ahí ahora, en el tanatorio del pueblo, ante el cadáver de un desconocido, observando con atención su rostro a través del visor de la cámara de metal, tratando de concentrarse en lo que hace, sintiendo en su cuello la mirada impaciente de la mujer enlutada, con el frío dentro del cuerpo y la piel de los brazos erizada.
Al salir del edificio, la recibe el bochorno de principios de agosto. Su cuerpo agradece el calor. Permanece unos segundos en la puerta, amparada por la sombra de los muros de ladrillo rojizo del tanatorio. Otra nave más del polígono industrial, en las afueras del pueblo. A lo lejos, el mar. Siente la brisa, el leve aroma a sal. Intenta sin éxito que llene sus pulmones y recicle el indigesto perfume a flores y asepsia que ahora la habita por dentro.
Mientras trata de respirar, advierte la mirada de algunos rostros conocidos. Se ha fijado en ellos al entrar. Pero prefiere no acercarse, no preguntar. No quiere saber nada de la persona a la que ha fotografiado. No es su dolor. No le incumbe. No en este momento.
Camina hacia el Corsa blanco y deja el trípode y la cámara en el asiento de atrás. Se desplaza como una autómata, intentando también no pensar en otros tanatorios, en otra época, en otras muertes.
Antes de arrancar, se cerciora por el retrovisor de que no haya ningún coche detrás del suyo. La observan desde ahí los surcos y las manchas de su piel, los párpados caídos, los rizos grises de su cabello sin teñir. En unos meses cumplirá cincuenta y nueve, pero su rostro acumula varias vidas. La última década cuenta al menos por tres.
Aunque trata de no mirar hacia el asiento de al lado, intuye allí el vacío oscuro, la oquedad que desde hace un tiempo la acompaña. Hoy es densa y nubla el espacio. También consume el aire a su alrededor. Tiene que bajar la ventanilla y asomar la cabeza para respirar.
En su mente resuenan las palabras de la hija del difunto.
El anciano loco ese, no cesa de pensar.
La vieja loca esta, dice para sí.
Capítulo
Sigue preguntándose por qué ha aceptado el encargo cuando, con cuidado para no dañarse la espalda, sube la persiana y empuja la puerta de la tienda.
No se ha dado prisa en llegar. Son ya más de las once y sabe que, con toda probabilidad, esta mañana no habrá perdido un solo cliente. Hace tiempo que la tienda, o el estudio, como ella prefiere llamarlo, no es lo que era. Pocos son los que se acercan a comprar carretes o a revelarlos, ni siquiera a imprimir fotos en digital -ese negocio nunca terminó de funcionar-. Unos cuantos nostálgicos. Últimamente, ni siquiera fotos de carné. Todo puede hacerse ya desde casa. Quizá por eso también han ido desapareciendo los encargos de celebraciones. Todo el mundo tiene ahora una cámara en el móvil. Y, por supuesto, todo el mundo se cree fotógrafo.
«Ciérralo ya. No te hace falta para vivir.» Se lo repite una y otra vez Teresa, la hermana de Luis. Y lo cierto es que no le falta razón. Con lo que saca del alquiler veraniego de la casa que heredó de sus padres y los ahorros de estos años tiene para llegar a fin de mes y pagar la carrera de Iván. No le sobra demasiado, pero lo sabe administrar. Una casa en segunda línea de playa, tres dormitorios y un pequeño patio interior. Decidió alquilarla tras la muerte de su madre, cuando su padre enfermo se quedó solo y acordaron llevárselo a vivir con ellos a las afueras, donde ya no se veía el mar.
Ahora, diez años después de la muerte de Luis y casi cinco de la de su padre, podría venderla. Pero con alquilarla le sigue bastando. Además, por mucho que la haya transformado y disfrazado con muebles de Ikea, sigue siendo la casa en la que nació y pasó media vida. Se resiste a desprenderse de ella. Como también se opone a cerrar el negocio. Es ahí donde Luis permanece. Más que en ningún otro lugar.
Lo montaron en 1990, el mismo año que se casaron. Invirtieron todo lo que tenían. L&L, lo llamaron. Luis y Lola. ¡Ele y ele!, bromeaba él palmeando como un flamenco el día que pusieron el logotipo en la puerta. Ese estudio era su futuro, su proyecto de vida. Ahora es su pasado.
Compraron la casa de dos pisos y convirtieron el bajo en el estudio. Durante el primer año, pasaron más tiempo abajo que arriba. Dolores llegó a pensar que la vivienda les sobraba.
Tuvieron suerte desde el principio. Luis ya gozaba de experiencia como fotógrafo de celebraciones y había cobrado algo de fama en los pueblos de la costa. Se llevó con él a los clientes cuando se instaló por su cuenta. Los noventa fueron los buenos años. Sobre todo, por los reportajes. Casaron, comulgaron y bautizaron a medio litoral. Hasta que todo el mundo se hizo fotógrafo y decidió que ya no hacían falta los profesionales.
Luis lo vio llegar, incluso antes de que sucediera. Aunque para él todo eso no iba a ser más que una etapa pasajera. La gente volvería a las cámaras, a los carretes y a los fotógrafos de verdad. Se darían cuenta de su error. Había que aguantar. Esperar a que todo regresase a su lugar. Ya volverán. Antes o después. Pero, en eso, Luis se equivocó. Y nadie volvió. Tampoco los tiempos lo hicieron.
Adquirieron una impresora fotográfica, pusieron a la venta tarjetas de memoria y cámaras digitales. Pero ese negocio solo funcionó unos años. En eso, Luis sí que tenía razón: todo se movía demasiado rápido y era imposible seguir el ritmo. Siempre hay que detenerse en algún lugar, decía. Localizar un punto fijo y permanecer inmóvil ahí.
Ella encontró ese punto. O, mejor, ese punto la encontró a ella: el instante determinado en el que el mundo comenzó a moverse a toda velocidad y ella desistió de correr detrás de él. No tiene que pensar demasiado para localizarlo. No es algo abstracto; está definido en el tiempo. Un corte. Una cesura que parte el mundo -su mundo- en dos. El que avanza y el que ya no se mueve más de ahí. Recuerda el año, el mes, el día y la hora. Tiene grabado a fuego ese instante en la memoria. Jueves, 26 de marzo de 2009, las siete y media de la tarde. La llamada que atraviesa la habitación. La voz que anuncia el accidente. El dolor. También la culpa. El origen del vacío oscuro que desde entonces la acompaña.
Han pasado diez años. Y aunque el mundo no ha parado de moverse -su hijo Iván ha crecido y muchas cosas se han transformado-, ella continúa en el mismo lugar, revelando unos pocos carretes al mes y aceptando algún que otro reportaje económico al año, apenas un eco borroso del pasado.
Podría cerrar el estudio y hacerle caso a su cuñada, sí. Pero aguantar ahí la anima a seguir hacia delante, aunque su movimiento se parezca al de esos personajes de dibujos animados que siguen corriendo sobre el precipicio hasta descubrir que ya no hay suelo bajo sus pies. Pura inercia. Como la suya: levantar todos los días la persiana, limpiar el cristal transparente del mostrador, conservar los montoncitos de carretes repartidos por las estanterías, comprobar la fecha de caducidad, negociar con proveedores, permanecer allí, día tras día, como si el suelo no se hubiera derrumbado aquella tarde de 2009, como si pudiera rozar así algo de aquel tiempo anterior que, de la noche a la mañana, saltó por los aires y ya nunca más se ha vuelto a recomponer.
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