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PAULA ROSAS
Lunes, 30 de septiembre 2019, 21:45
Hay países que solo existen en la imaginación, o en ese espacio íntimo donde se crea el universo familiar. La Argelia de Alice Zeniter ha sido, durante gran parte de su vida, un piso de protección oficial en la periferia de una ciudad gris del norte de Francia, lleno de muebles de formica, con la televisión siempre encendida y del cual no se puede salir sin haber sido meticulosamente cebado por la cocina de la abuela. Se entraba y se salía de Argelia por la puerta de ese pequeño apartamento en el que se habían criado su padre y sus tíos. Durante 20 años, Zeniter se conformó con las escuetas explicaciones familiares sobre el país de los abuelos, convertido en una construcción imaginaria, un país mitológico del que habían sido proscritos.
Revelar una fecha estaba prohibido: 1962, el año de llegada de la familia a Francia. Una fecha que arrastra un estigma, el de los 'harkis', aquellos que se encontraron en el bando perdedor en la guerra de independencia. Traidores a ojos de la nueva Argelia independiente. Una realidad incómoda para la antigua potencia colonial. Aquel país perdido al otro lado del Mediterráneo va diluyéndose en silencio generación tras generación. ¿Qué queda entonces a los nietos? ¿En qué generación se pierden las raíces?
Nacida en Normandía, de madre francesa y padre originario de una Cabilia de la que apenas le habló, Alice Zeniter (1986) se resiste a hablar de identidad, pero la búsqueda de los orígenes ejerce de hilo conductor de su última novela, 'El arte de perder', una ficción inspirada en su propia historia familiar. Como un fresco desplegado a lo largo de tres generaciones, el libro retrata el doloroso capítulo de la historia franco-argelina que empezó con la guerra de independencia y que, para sus protagonistas, se extendió a lo largo de muchas más décadas.
Una historia que tiene como héroe de partida a Alí, el abuelo, un hombre hecho a sí mismo, veterano de la batalla de Monte Casino, notable en un pueblo de las montañas del norte de Argelia, que se ve obligado a encontrar refugio en las fuerzas coloniales para proteger a su familia de los rebeldes del FLN. Que continúa con Hamid, el padre, desembarcado en Francia con 10 años y al que la guerra aún persigue en sus pesadillas infantiles, un Hamid que pelea por integrarse y que envuelve en un silencio asfixiante aquello que quedó atrás. Y que finaliza con Naima, producto perfecto de la inmigración integrada, parisina, cultivada, con su cigarrillo, su copa de vino y su bocadillo de jamón, una suerte de alter ego de Zeniter que busca dar sentido a esa relación extraña que los miembros de una tercera generación tienen con sus orígenes, la tensión entre las raíces y la integración, la memoria y la libertad.
Ganadora de la primera edición española del premio Goncourt, 'El arte de perder' -que ahora edita Salamandra- es, sin embargo, la sexta novela de Zeniter, que publicó su primer libro a la absurdamente joven edad de 16 años. La historia, cuenta en una entrevista en la sede de su editorial parisina, siempre estuvo allí, «aunque pensaba que sería un proyecto para más adelante, quizás para dentro de diez años». Pero fue tirando del hilo.
«Conocía la historia de Argelia muy mal. En la escuela se pasa muy por encima, y durante años estuve bloqueada por la idea de que esa historia me debía de haber llegado a través de mi familia y no fue así», reconoce. Zeniter recurrió entonces a los libros de Historia, de Sociología y al cine, y lo que descubrió la revolvió. Los campos de concentración en los que internaron a los 'harkis' a su llegada a Francia (su familia estuvo en el de Rivesaltes, que décadas antes había encerrado a los republicanos españoles que protagonizaron 'la Retirada'). La marginación. La humillación. La escritora vio rápidamente el paralelismo entre aquello por lo que había pasado su familia y cómo la historia se repite. Y una verdad evidente: el inmigrante, el que llega, es, primero, un emigrante, alguien que se va. Deja atrás un hogar, una vida, un país, una historia. El paralelismo con la actualidad le pareció demasiado urgente. La historia había que contarla ya.
«Metemos a los migrantes en campos de internamiento que están lejos de todo, así que nunca los vemos, nunca hablamos con ellos, ni nos los cruzamos, ni pensamos en ellos. Hacemos ahora lo mismo lo que se hizo con los 'harkis' entonces, y quizá en 40 años alguien dirá '¡mierda, qué aberración, ni siquiera sabía que eso había pasado!'», se indigna. Un texto de la escritora Nicole Lapierre le sirvió de revelación. «Hablaba de la situación de los migrantes en Europa y sobre la forma en la que contamos su historia. Cómo habría que explicar que lo que han llevado a cabo es una odisea comparable a la de Ulises, y que habría que relatarla como tal, explicando todo lo que necesita de valor, de inteligencia, de facultad de adaptación», relata. El viaje, además, no acaba cuando se pone pie en el nuevo destino, como descubren los personajes de 'El arte de perder'. La epopeya deja una marca que luego cala en las generaciones posteriores.
Sesenta años después de la llegada de los 'harkis', la integración sigue siendo una asignatura pendiente en Francia. El repliegue identitario a ese país imaginario de los abuelos que se observa en muchos jóvenes se explica en parte, según Zeniter, como una reacción al racismo y tiene mucho que ver con el concepto del 'buen árabe', aquel que «se parece lo menos posible a un árabe, que ya no tiene acento, que habla perfectamente francés, que se viste a la occidental y que no es musulmán».
Durante años, argumenta la autora, «hemos escuchado que la primera generación que llegó a Francia eran así y que hoy la gente ya no hace eso. Pero lo que se nos olvida contar es que, hace 40 o 50 años, esa generación lo hizo por miedo, no lo hizo por amor a Francia, no es que un día decidieran abrazar todas las tradiciones francesas diciéndose, '¡esto es el paraíso, me voy a beber un vaso de gran borgoña y comprarme una chaqueta de traje!' Lo hicieron porque pensaron que era la única forma que tenían para tener derecho quedarse allí». Sin embargo, las generaciones siguientes, observa Zeniter, «vieron que sus padres no obtuvieron nada con ello. Sí, le decían 'bonjour, monsieur' y 'bonjour, madame' a todo el mundo. Les pusieron a veces nombres franceses a sus hijos y les dijeron que trabajaran mucho en la escuela. Quisieron sobre todo que no se parecieran a ellos. Y al final siguen viviendo en las 'banlieues', con pensiones horribles después de haber hecho trabajos de mierda. Y no, los franceses no les tratan de igual a igual».
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