![Eusebio Lázaro, hasta aquí puede contarles](https://s3.ppllstatics.com/laverdad/www/multimedia/201911/09/media/cortadas/eusebiocasa-kiME-U90635706855OwB-1248x770@La%20Verdad.jpg)
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«El ancestro más lejano que llegué a conocer», cita Eusebio Lázaro (Cartagena, 1942), «fue mi bisabuelo paterno, Ángel Baró». Un «viejo marino de guerra que lucía grandes mostachos blancos» y que «murió muy longevo». Lo recuerda el actor, director de escena, traductor y escritor, que acaba de publicar su libro de memorias 'Fiebre alta' (La Discreta), «paseando por el puerto mirando el horizonte, recordando tal vez la destrucción de los barcos de la flota española por los cañoneros norteamericanos en Cavite, suceso que presenció desde la bahía de Manila».
Ay, las mujeres. Ya desde bien niño. Ocurrió que la profesora de francés «era una joven francesa que aparecía en la clase con un traje sastre de falda ceñida, con el pelo 'a lo garçon' y una leve mancha roja en los labios». «Yo era su mejor alumno; sencillamente porque estaba secretamente enamorado de ella», reconoce. Y «como los amores románticos suelen tener un final dramático y más si son precoces, la profesora, que con quien sí tenía un verdadero romance según supe después, era con el profesor de dibujo, se marchó de la ciudad dejándome con el desconsuelo de unas erres guturales y una lucha con su enrevesado idioma que dura hasta hoy».
En el libro conviven el humor, la observación, la erudición y, a veces, un asomo de ternura que te asalta y te prende: «Otro recuerdo muy nítido: mi madre me ha mecido en la cuna y me he ido quedando dormido. Es la hora de la siesta. Me despierto y noto que estoy solo». Y entonces, «salgo de la cuna saltando la barandilla; cojo los mismos pantalones de peto que no me sé poner todavía; corro con ellos en la mano por la casa buscando a mi madre con cierta inquietud; llego hasta la azotea, entro en la casa de la vecina y allí la encuentro en animada charla. Recuerdo que las mujeres me reciben con cierto mimo sonriente y me ponen el pantalón».
Cartagena y Murcia también tienen una gran presencia en sus primeros años de vida y formación del artista, que se recrea en 'Fiebre alta' en describir paisajes, sensaciones placenteras, ciudades lejanas en las que ha habitado y seres que transitan entre jardines y sombras, las que la vida se encarga de ponerte como acompañantes. «Uno viene a la vida, o mejor, lo traen, y va cruzando la infancia maravillado ante el mundo que se va abriendo a sus ojos, a su cerebro», describe Lázaro. Y así es, «pero uno viene a la vida, ya sin remedio, a donde lo traen y con quienes lo traen. Uno viene a la vida con unos padres y lo traen a una suerte o a una desgracia». Y, claro, «si uno viene a un sitio donde hay otro que ha venido antes, un hermano, como en mi caso, uno no lo sabe, pero viene a desplazar al otro, viene a romperle la felicidad única, la felicidad del uno». «Cuando yo vine a la vida», precisa, «es decir, cundo me trajeron, mi hermano ya tenía tres años y no le gustó, no le hizo maldita la gracia. Mi hermano creció sin perdonármelo -¿cómo podría?-; convivimos fraternalmente con doloroso cariño, yo admirándolo y él con el designio de la primogenitura».
Tiene presencia Franz Kafka en 'Fiebre alta', que el próximo jueves 21 de noviembre se presentará en Cartagena, y no es casual. ¿O acaso no parece estar influenciado por su 'Carta al padre' (1918) este texto del intérprete cartagenero basado de principio a fin en hechos reales? Cuenta: «No debía de tener yo más de tres años; me habían comprado un sombrero de paja de ala ancha y redonda para la playa». Su padre, asegura, «solía prohibir cosas por razones que no podíamos alcanzar. Una de ellas era la de que yo llevara el sombrero dentro de la casa». Y, «como es lógico», él «adoraba el sombrero y por otra parte era difícil que un niño obedeciera esa prohibición». Así que «un mediodía, mi padre llegó a comer y me vio con el sombrero puesto. Se encolerizó, empezó a gritarle a mi madre que por qué me había dejado que llevara el sombrero cuando él tenía dicho que era solo para la playa». Y, «calentando su ira, cogió unas tijeras y ante mi más absoluto desamparo, hizo trizas y jirones el sombrero. Es de suponer que un castigo tan tremendo solo puede ser ejecutado por un dios que se instala sin remedio en el temor del niño, un dios-padre implacable».
Eusebio Lázaro, quien ha sido dirigido, tanto en cine como en televisión, por grandes nombres que van de Almodóvar a Milos Forman, pasando por Luis García Berlanga, Mario Camus, Manuel Gutiérrez Aragón, Guillermo del Toro, Christopher Hampton, María Ripoll, José Luis Cuerda y Gonzalo Suárez, entre otros, estudió en el cartagenero Colegio Patronato del Sagrado Corazón hasta los once años, cuando se examiné de Ingreso y Primero de Bachiller y entró al Instituto Isaac Peral. La inocencia ya empezaba a querer llevar su propia vida, a independizarse. «No acierto a definir esas intensas conmociones que, como cataclismos interiores, nos asaltan en los últimos años de la inocencia», asegura. Se refiere a «aquellas mujeres-niñas que nos embargaban con una simple mirada, con una ligera cercanía de los rostros o su mera presencia en los encuentros más inesperados... Por ejemplo: «Un domingo en un cine, sentada ella en la butaca de delante, volviendo la cabeza como por descuido en la penumbra de la sala, o el encuentro en el balcón para ver salir una procesión de Semana Santa, donde de pronto se encuentran las manos». «Yo, que confieso haber sido siempre muy enamoradizo», explica, «recuerdo ese remolino en el pecho y en la cabeza de los primeros sentimientos de amor durante la niñez».
¿Saben? Durante la presentación de su libro en Cartagena, lo acompañará, entre otros amigos, el tremendo poeta José María Álvarez, autor del monumental 'Museo de Cera'. Lázaro no se ha olvidado de cómo el poeta y él se desesperaban «con el desborde de nuestros dieciocho años en una ciudad dominada por la Iglesia y los militares». «Y lo peor -continúa- era que a ellas, a las jóvenes recién salidas de la adolescencia, les ocurría lo mismo; y así, los dos sexos nos consumíamos en un pasear arriba y abajo por la calle Mayor, en el que la mirada y la exhibición no hacían sino encender aún más la hoguera del tormento». Y el caso es que un día, Manolo M. Pastor, «que mostraba una gran contención y un desdén olímpico (aparente) hacia lo demasiado humano, terminó por hartarse de nuestra comezón adolescente y nos conminó a que nos fuéramos una semana a Benidorm y a que no regresáramos antes de haber resuelto tan perentorio como molesto sometimiento».
Y para facilitarles la aventura, les prestó «una tienda de campaña que había utilizado en una ruta que realizó por La Mancha siguiendo el itinerario de Don Quijote». A Benidorm «llegamos de noche y montamos la tienda en un camping. La mañana nos despertó con risas y voces femeninas. Nos asomamos al exterior y lo que vimos nos dejó perplejos: un desfile continuo de mujeres apenas cubiertas con toallas o en bragas y sostén». Pasó que «¡en la oscuridad de la noche nos habíamos instalado al lado de las duchas de mujeres!». Se mudaron inmediatamente «ante el riesgo de enloquecer y nos fuimos a la playa». Según Lázaro, «nuestra situación tenía un aire muy de guión felliniano, y para resumirla diré que pronto trabamos amistad con unas inglesas algo talluditas que adivinaron nuestras desdichas y se mostraron obsequiosas, con lo que nos entregamos a ciertos improvisados intercambios». Pero, «al margen de esos cumplimientos de urgencia», ocurrió lo inesperado: «Álvarez y yo nos enamoramos poéticamente de dos jovencísimas hermanas holandesas que estaban con sus padres en el camping».
Como resultaba lógico, «las dos eran rubias como el oro y ninguna sobrepasaba los dieciséis años. Salimos con ellas un par de tardes con la más casta de las intenciones; ya digo, un enamoramiento lírico». La mayor, «que era la que había encendido el alma del poeta, se le antojaba a este una doncella renacentista y se entregaba a delirios literarios». El problema fue que, ¡atención!, «al ser Álvarez rubio con ojos azules y tez sonrosada, la joven salida del cuadro de Botticelli no mostraba la más mínima inclinación hacia él, pues, lógicamente, no había venido al Sur para pasear con un chico de aspecto tan nórdico como ella, para quien lo romántico era lo oscuro». Álvarez, «decepcionado, abandonó y se volvió a Cartagena antes de cumplir nuestro plazo de estancia».
La amistad ha sido y es muy importante para él. Con orgullo describe en sus memorias que «Toby Robertson -no de los directores que contribuyeron al engrandecimiento del teatro de Shakespeare- se convirtió en amigo. Viajamos juntos a Marruecos, me visitó en varias ocasiones en Madrid, y yo a él en Londres, en donde conocí a su familia. Yo aprendí de él la dedicación infatigable, la disciplina durante el trabajo y el disfrute de la amistad».
El tiempo pasa. A veces, cesan los viajes y se instala en la existencia un ritmo más pausado. «Algunos días soleados del otoño o del invierno», rememora, «salgo a tomar un té a la galería de mi casa y contemplo la mañana o el atardecer, viendo el cielo surcado de pájaros; los que vuelan muy alto suelen ir en grandes bandadas, en formación, buscando otras geografías más cálidas». «En primavera», prosigue, «vienen los vencejos que dan vueltas, al parecer enloquecidos de júbilo. ¿Qué les trae a hundirse en vuelo rápido en el patio, a cruzar desafiantes, casi rozándome? ¿Son danzas del cortejo amoroso de las aves? ¿Surcan el aire con rapidez de caza, o es simple juego de pájaros adolescentes?».
No es raro que le suceda: «Echo de menos el mar. A veces me voy al mar solo para mirarlo y no pensar; solo para oír su silencio. El ruido del mar es el único que se convierte en silencio».
Escribir este libro ha sido toda una experiencia. Ya pertenece a los lectores, pero el bien que le ha hecho este ejercicio de intentar poner luz en la memoria perdurará en el tiempo. «Entre los renglones, en los bordes de las líneas trazadas», es muy consciente, «se emborronan rostros desvaídos que no han podido aparecer; gentes, ciudades, voces, sucesos, nombres; amores cruzados en la fugacidad de un encuentro y que dejaron la indiferencia sin sabor o el regusto del placer algunas veces recordado; las ofensas recibidas o infligidas, capas y capas de vida transcurrida como una torrentera cuya caída se remansa en un pozo cada vez más insondable».
-¿Ha sido feliz?
-He tenido momentos de felicidad, pero, en general, siempre he tratado de evitar los embates de la vida, que normalmente suelen ser adversos. La vida tiende a ponerte obstáculos, y yo a lo que he tendido es al placer; mi vocación ha sido de placer, no de dolor.
-¿De qué está seguro?
-De que sin memoria no hay identidad; si pierdes la memoria, pierdes la identidad.
-¿Confiesa que ha vivido?
-Y que he perdido tiempo, la verdad. Siempre he tenido mucha energía y he sido impulsivo, y esa energía hace que confíes demasiado en que lo no hagas hoy, lo podrás hacer mañana. El dejarlo todo para mañana, mañana, mañana es terrorífico, hay que luchar contra esa tendencia de Hamlet a ir posponiendo las tareas. Otra cosa es que uno, conscientemente, quiera apuntarse a 'Il dolce far niente' [lo dulce de no hacer nada].
-¿Qué defiende usted?
-Sin retórica se lo digo: siempre he tenido una gran inclinación hacia los valores de Justicia, Libertad e Igualdad, y reconozco que los he puesto en práctica.
-¿Y qué no soporta?
-La necedad, es algo en expansión de la que es muy difícil escapar. Los necios están por todos lados. La necedad me ha producido frustración, e incluso alteraciones nerviosas. Por muchas razones, los necios tienen hoy una presencia mayor, en nuestra sociedad y en nuestra vida, que antes. Es tremenda la necedad que se está adueñando de todo, también de los medios de comunicación y de la propia comunicación entre los seres humanos.
-¿Y qué se puede hacer?
-Personalmente, no dejar de formarte y de hacer tu trabajo del modo más riguroso posible; y, en general, esperar que lleguen otros momentos en los que la inteligencia prepondere más. La Historia es así, solo hay que estudiarla para darte cuenta de la cantidad de veces en la que te dices: ¿Cómo estuvieron tan ciegos para hacer las cosas de tal manera?, o ¿cómo pudo triunfar la no inteligencia, la necedad y la obcecación? También te muestra que se pueden hacer las cosas bien. Los españoles, por ejemplo, supimos encontrar unas fórmulas de convivencia inteligente que permitió la Transición.
-¿Y hoy cómo ve España?
-Con un poco de pesadumbre, porque ha bajado muchísimo el nivel en casi todos los ámbitos, y eso es preocupante. Pero no ocurre solo en este país. Políticamente, qué duda cabe, vemos que estamos en unas tesituras muy bajas, parece como si la propia política no supiera qué hacer ni qué paso dar.
-¿En qué cree?
-Más que en las ideologías, creo en las ideas. Las ideologías han demostrado, cualquiera de ellas, que cuando triunfan terminan persiguiendo las ideas.
-Profesionalmente, ¿qué trabajos suyos destacaría, como actor y como director?
-Tengo que decirle que el trabajo de actor no ha sido lo más importante para mí. He trabajado como actor porque la gente me decía que lo hacía bien, pero siempre me ha interesado mucho más la dirección. Como director, recuerdo con mucho cariño 'Las troyanas', de Eurípides [en versión de Jean Paul Sartre y traducción de Alfonso Sastre], que dirigí en Mérida [con su compañía Espacio Abierto] en 1994. [Su «alegato contras las guerras» cosechó un éxito extraordinario]. Como actor, interpretar 'Ricardo III', de Shakespeare, bajo la dirección de Clifford Williams, fue una experiencia inolvidable [en el Teatro Español, en 1983; el propio actor tradujo la pieza del genio]. En cine, hay algunos trabajos que merecieron mucho la pena, como los personajes que interpreté en 'Demonios en el jardín' [(1982), dirigida por Manuel Gutiérrez Aragón y galardonada con la Concha de Oro en San Sebastián], o en 'Taxi' [(1996), de Carlos Saura, con quien también rodó, en Murcia, la película, basada en la familia del cineasta, 'Pajarico' (1997)].
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