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En 1913, Giovanni Papini publicó 'Un hombre acabado', una novela que parecía una despedida de este mundo y en la que un agónico 'alter ego' ... del escritor italiano hablaba de los jóvenes con la pose y el tono testamentarios de un anciano que se halla de vuelta de todo y que se siente con autoridad para dejar a las nuevas generaciones un legado intelectual y moral. Era una impostura. Papini tenía entonces solo treinta y dos años, es decir, que aún le quedaban cuarenta y dos para enfrentarse a la muerte (fallecería en 1956) y escribir otros muchos libros más irónicos y desenfadados. En el extremo opuesto de esa impostura, Henning Mankell publicó en 2014, un año antes de morir víctima de un cáncer de pulmón, un libro de memorias que se iniciaba con ese fatídico diagnóstico -'Arenas movedizas'- y en el que trataba de burlar a la muerte con un truco literario: el de ensanchar la vida hacia atrás, hacia el pasado. A ese mismo truco se entrega el escritor argentino Martín Caparrós en 'Antes que nada', un libro de recuento vital y de extensa reflexión sobre la muerte que tiene su punto de partida y toda su justificación en la enfermedad conocida como ELA, que le fue diagnosticada hace dos años.
«Me dijeron que me iba a morir». Con esa frase se inicia un desmesurado texto de más de seiscientas páginas en las que los dispares episodios de su biografía se van alternando con los signos del deterioro físico propios de la evolución de la enfermedad así como con alusiones a hechos históricos que él interpreta en relación con sus experiencias y que recuerdan a un libro que publicó el pasado año, 'El mundo entonces', en el que trazaba un retrato del presente de la Humanidad desde la imaginaria perspectiva de una historiadora del siglo XXII. De este modo, cuando Caparrós habla de 1957, el año de su nacimiento, nos recuerda que fue el mismo en el que murió, dentro de un cohete soviético, el Sputnik, la perrita Laika, el primer ser terrestre que fue lanzado al espacio exterior. De ahí, el libro pasa a los orígenes familiares del autor; a la decisión firme que tomaron sus abuelos paternos, Antonio y Sagrario, de dejar la España de la posguerra e instalarse en el continente americano; a la peligrosa peripecia de ese abuelo médico, e identificado con el bando republicano, de cruzar el océano, desde Gran Canaria hasta la desembocadura del Orinoco, en una barca de diez metros de eslora; al «barco elegante» en que, meses después, llegaron su mujer, su hijo, que sería el padre del escritor, la hermana de este y un gato a un Buenos Aires donde el acento español «era cosa de almaceneros y porteras».
Sería en la Facultad de Medicina de aquel Buenos Aires peronista donde estudiaría su carrera Antonio, el padre de Martín Caparrós, y donde conocería a Martha, la que sería su madre, una chica flaca y pecosa de dieciséis años, hija de una familia judía de ascendencia polaca y ucraniana. Es a sus abuelos maternos, los Rosenberg (la abuela Rosita y el abuelo Vicente), a los que el escritor debe su afición al cine cuando era niño. De esa etapa rememora el impacto que le causó 'La vuelta al mundo en 80 días', la adaptación a la gran pantalla del libro de Julio Verne, que es, según afirma, la película que más marcó su vida. Y de esa infancia feliz en la que el fútbol jugó un gran papel pasa a diciembre de 1968, la fecha en la que aprobó el examen de ingreso en el Colegio Nacional de Buenos Aires, una institución que define como elitista y que se presentaba en aquella época como el destino más deseable para los hijos de los intelectuales de la izquierda porteña.
Las memorias de Martín Caparrós participan de ese tipo de contradicciones, de un progresismo político no exento de ramalazos clasistas, que demuestran que la ideología y la sociología no siempre van al mismo paso. Así, el lector se topa con un sorprendente episodio, como es el de la visita que el autor y su hermano Gonzalo, de la mano del padre de ambos, hicieron a Domingo Perón en un chalet madrileño de Puerta de Hierro. En contraste con esa cita cordial, con abrazo incluido, en la que el dictador acogido por Franco le sirvió a un Caparrós todavía adolescente el café con leche, está una larga biografía en la que caben la juvenil militancia montonera o las tardías reservas a la economía de libre mercado. Con lo que, sin duda, logra este libro ganar al lector es con las reflexiones sobre nuestra incapacidad para aceptar la muerte, que adoptan la forma de estremecedores poemas: «No tenemos experiencia de no ser./Ignoramos perfectamente cómo es./ (Decíamos el sueño, pero no)».
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