Me llama una colega de Madrid, Mercedes, y me propone acompañarla a su viaje a Cefalonia: «Podríamos ir a Ítaca». Me atrae la isla de Ulises, y emprendemos viaje hasta Cefalonia, isla de aguas transparentes: turquesas, plateadas, verdeantes, azules, o violetas. Desde su capital, Argostolion, ... un bus nos conduce hasta Sami.
Cefalonia es para sus habitantes la patria de Ulises, en concreto Sami, la antigua Same, que conserva los restos de una acrópolis. El puerto de Sami está situado frente a un fondeadero de Itaca, desde el que se llega a Vathi, «Profundo», capital de la isla. Llegamos a Sami ansiosas de zarpar rumbo a Ítaca, pero eran dos los barcos que emprendían esa ruta, y los marinos del puerto daban datos confusos. Entre tanta pesquisa, nuestro barco zarpó sin nosotras. Al igual que la información, el transporte público escasea en esas islas: solo era posible tomar un 'taxi marino', y eso es lo que hicimos. Nuestra lancha surcaba veloz las aguas del mar Jónico, aguas de un azul intenso, brillante, en que incrustaban blancas cenefas las estelas de espuma de nuestra particular balsa eléctrica. Los lomos azules de otras islas flotaban entre la bruma, dotando a nuestra travesía de una atmósfera mágica y misteriosa. Cuando desembarcamos en la anhelada Ítaca, otro taxi en el muelle nos condujo hasta Exogi a través de una carretera estrecha y tortuosa.
Ítaca es un isla frondosa y empinada, poblada, sobre todo, por olivos, pinos, abetos y cipreses, enhiestos centinelas que custodian sus tierras. El verde de sus montes es tan intenso como el azul del mar. Dice Homero que cuando regresó Ulises a su patria «desde el puerto marchó por escarpado sendero, bosque arriba, a través de las cumbres», y a ello se asemejaba nuestro viaje a Exogi. En sus cercanías, un letrero en inglés nos indica que estamos en la 'Escuela de Homero'. Acompasa nuestro viaje un coro de cigarras, que resuena con fuerza, pues es casi mediodía. Parece que nos estaban esperando, y nos señalaban que era ahí donde debíamos buscar. Perplejas contemplamos restos abundantes de lo que pudieron ser muros ciclópeos de un palacio o fortaleza micénica comparable a otros del Peloponeso del segundo milenio antes de Cristo. Algunos suponen que se trata del antiguo palacio de Ulises. Trepamos entre sus piedras, que están desiertas, y pronto distinguimos un pozo y una escalera, que conduciría a una estancia superior, acaso la alcoba de Penélope y Ulises, cuyo palacio, según Homero, tenía más de un piso, y «su patio está cercado por un muro y cornisas».
Nuestra fortaleza debió constar de varios niveles construidos, y sería importante, a juzgar por las dimensiones del recinto. Las piedras seguían apuntando a lo alto, y a lo lejos se vislumbraba la punta de un abeto. Desde nuestra atalaya nos detuvimos a contemplar el magnífico espectáculo que proporcionaban los escarpados y espesos montes que nos rodeaban, dotados de blancos y serpenteantes caminos, y, al fondo, de nuevo surgía ese mar de un azul casi imposible. Nos vinieron a la memoria las islas de las que, según Homero, procedían los pretendientes que asediaban a Penélope: Duliquio, Same, y Zacinto, actual Zante.
Mas ya nuestro sendero se interrumpe y el camino se hace cada vez más intransitable. El calor aprieta, y las cigarras cantan de forma frenética. El ritual se ha cumplido.
Dejamos con pesar nuestro tesoro, meta y recuerdo de un pasado eterno, y cogimos de nuevo nuestro taxi, que nos condujo a un pequeño museo arqueológico cercano que conservaba los vestigios hallados en la isla: cerámicas que remontaban al 3000 a.C., hachas de bronce de doble filo, semejantes a las del Egeo minoico, sofisticados pendientes de época romana... Eran prueba de que la isla había estado habitada durante, al menos, cinco mil años.
Tras observar con avidez restos y datos, decidimos regresar a Vathi. Allí degustamos una sencilla pero exquisita comida, mirando a ese puerto en verdad profundo, como el que cita Homero de su Ulises, en el que fondean unos pocos veleros. Dos montes lo flanquean a ambos lados y, en el centro, a modo de cerrojo, se divisa el dorso de una isla. Una estatua de bronce del héroe de Homero se yergue frente al mar.
Ya en Argostolion recordamos a Kavafis. Cumplíamos algunos de sus requisitos: edad, muchos periplos, bastantes compras, algún conocimiento... No, ciertamente, Ítaca no nos había engañado, y el viaje había sido muy hermoso. Pero el viaje no se acaba con Ítaca, ni Ítaca se agota una vez contemplada. Surgirán nuevas Ítacas, y la isla atraerá a nuevos caminantes. ¿Es la patria de Ulises la actual Ítaca? ¿Son su palacio las piedras que hemos visto? Ante la incertidumbre, la belleza. La antigua, la de Homero, y la que seguimos admirando y anhelamos, fuente perenne de pasión y de vida.
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