Secciones
Servicios
Destacamos
JOSÉ MANUEL CHACÓN BULNES
Martes, 22 de septiembre 2020, 02:02
Era el primer fin de semana tras el sismo del miércoles 11 de mayo. Aquel sábado me dirigí a Lorca como ya lo habían hecho otros cientos de compañeros que, de forma solidaria, acudieron a demanda de las autoridades. Vaya desde aquí un primer reconocimiento ... a todos los técnicos, por lo que hicieron y porque, gracias a ello, uno siente orgullo de ejercer su profesión. Y un segundo reconocimiento a las autoridades, que actuaron de forma precisa, a pesar de que nadie está preparado para afrontar una catástrofe sobrevenida de estas dimensiones. En compañía de un amigo, también técnico, anduvimos buena parte de aquella mañana por la ciudad sorteando los cascotes. Todo estaba en silencio. Las calles prácticamente desiertas. Un chaleco amarillo y un casco blanco eran los salvoconductos suficientes para poder deambular libremente entre los escombros, sin que ningún agente del orden te lo impidiera.
El tercer reconocimiento es para todos los profesionales de la administración pública que se entregaron a la causa sin descanso. Algo nos llamó poderosamente la atención: los portales de los edificios estaban abiertos de par en par, también muchas ventanas, mostrando los interiores extrañamente vacíos. En el lateral de las puertas de acceso, se divisaban los tristemente famosos puntos rojos, amarillos o verdes que en aquellos días poblaron las calles de Lorca. Se trataba del código de emergencia establecido para valorar el estado de los edificios, que demostró ser muy útil.
Vaya un cuarto reconocimiento para los compañeros que coordinaron y gestionaron aquella locura. Seguimos paseando por aquel entorno hostil a la vez que examinábamos los muros de los edificios. Inesperadamente, de una de aquellas puertas salió una señora con gesto de preocupación y el miedo instalado en su retina. Se dirigió hacia nosotros solícita. Los dos nos miramos y entendimos al instante que nuestra actitud escrutadora y, sobre todo, nuestra indumentaria, nos habían delatado. ¿Estábamos siendo imprudentes al mirar a través de puertas y ventanas?
¿Quizás, sin darnos cuenta, nuestra curiosidad profesional podía estar intimidando a los ciudadanos que aún permanecían en sus casas? Aquella señora se nos plantó delante. Con voz temblorosa y en tono de humilde súplica, nos pidió por favor que visitáramos su casa. Necesitaba conocer nuestra opinión, buscaba un diagnóstico tranquilizador, quizás para reforzar el ya dictaminado por el color del punto que flanqueaba su puerta. No recuerdo cuál era en este caso. Lógicamente, no pudimos negarnos a su petición. Entramos en la vivienda. A pesar del tiempo transcurrido, tres días desde aquel nefasto día, todo estaba por los suelos, sin recoger. Vajillas y cristalerías estrelladas contra el pavimento. Los objetos de toda una vida destruidos. Pudimos imaginar el estado de 'shock' en que debía encontrarse la familia. Intentamos concentrarnos en nuestra tarea. Analizamos todas las estancias de la vivienda. Éramos conscientes de que el diagnóstico final podría afectar anímicamente a aquella familia. No tuvimos que dulcificar la realidad para tranquilizarlos. El pequeño edificio de tres plantas estaba en aceptables condiciones. Para nuestra satisfacción, al oír el diagnóstico, la cara de la señora mudó la expresión. Con ojos vidriosos y esbozando una gratificante sonrisa, quién sabe si la primera en tres días, se acercó a nosotros para obsequiarnos con sinceros y cariñosos abrazos. Nuestro dictamen, sin duda, la había reconfortado.
Esta escena la vivimos varias veces a lo largo de la mañana.
En aquel sismo, sufrieron las estructuras y fábricas de muchos edificios. Son los daños evidentes. Pero hay otros daños difíciles de detectar. Los que se instalan en lo más profundo del alma. Aquella mañana comprobamos cómo las consecuencias del terremoto habían destruido, quién sabe si para siempre, el sosiego y la seguridad de la rutina en la vida de las personas.
Tuve la oportunidad de afrontar como técnico dos intervenciones muy diferentes en su casuística. La primera se desarrolló durante los meses en julio y agosto de ese año. Había que entrar en una docena de palacios y caserones catalogados, casi todos abandonados y deshabitados, para analizar los daños causados por el sismo. El objetivo era eliminar o restaurar aquellos elementos que pudieran suponer un riesgo de ruina o caída a la vía pública. Así, intervinimos en cornisas, aleros, cubiertas, escaleras y torres. Guardo una anécdota de una de estas intervenciones cuyo contenido enlaza con los párrafos anteriores. Al finalizar una de aquellas intervenciones en que hubo que reparar una cornisa y reforzar la torre, devolviendo la veleta arrancada por el sismo a su lugar en lo más alto, invitamos a su propietaria, una señora de avanzada edad, a que nos acompañara a la acera de enfrente. Al cruzar la calle y todavía de espaldas a su casa, le pedimos que se diera la vuelta. Los ojos y la boca se le abrieron delatando sorpresa y satisfacción al comprobar que los daños materiales habían sido reparados. Se repitió la escena acaecida meses anteriores. La señora nos obsequió con emocionados abrazos de gratitud. En aquel momento sentí que, sin proponérnoslo, el trabajo realizado por cientos de técnicos y operarios durante aquellos meses y, por extensión, lo realizado en estos nueve años estaba ejerciendo una función reparadora sobre las otras heridas, las del alma.
La segunda intervención me llevó a reconstruir una de las iglesias altas: San Pedro. Se trataba de un edificio abandonado desde la Guerra Civil del que solo quedaba la torre, la portada y algún tramo de muro (aproximadamente un 15% del volumen original). El sismo terminó de hundir la única bóveda que se mantenía y desplomó la torre en el sentido de la dirección del sismo. La solución propuesta debía pasar por una reconstrucción conceptual del espacio interior de la iglesia. Lo que traté de conseguir con el ajustado presupuesto del que disponía.
En estos nueve años, el rico patrimonio arquitectónico de la ciudad de Lorca ha recuperado su esplendor. En un paseo por sus calles nada delata el desastre. A esta labor curativa de los edificios, le ha seguido la rehabilitación emocional de la población lorquina. Aquí elevo el último y muy merecido de los reconocimientos, para los ciudadanos de Lorca, por su ejemplar comportamiento en medio de aquella tragedia. Como profesional, confieso que, de mi experiencia adquirida en Lorca en aquellos meses, me quedo, sin duda, con el rostro feliz, cuya fotografía conservo, de aquella lorquina que, en bata y con rulos en el pelo, cruzó la calle para comprobar que, una vez más, la veleta volvía a girar al viento sobre lo más alto de la torre.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.