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ÁNGEL PÉREZ RUZAFA
Lunes, 7 de noviembre 2016, 22:51
Cuenta la mitología que Apolo, enamorado de Casandra, hija de los reyes de Troya, le concedió el don de la profecía. Sin embargo, al verse rechazado, aunque le conservó el don, la maldijo con que nadie creería jamás sus advertencias. Las consecuencias fueron dramáticas para Troya. La historia hubiera sido otra si alguien hubiera tomado en serio sus pronósticos sobre los peligros de aceptar el Caballo y la caída de la ciudad.
Frecuentemente, los científicos sentimos que en nosotros se materializa esta maldición. Nuestra responsabilidad es encontrar respuestas a preguntas que sean relevantes y útiles para que la sociedad progrese, lo que implica comprender, respetar y actuar acordes con las leyes del universo. En nuestra actividad buscamos la verdad de cómo funciona la naturaleza e inferimos y anticipamos, mediante modelos conceptuales o numéricos, las consecuencias de nuestras actuaciones. Pero pocas veces se nos hace caso y vemos como estamos abocados irremediablemente a un desenlace que podría haberse evitado. Y no son únicamente las personas ajenas a la ciencia las que ignoran o no creen en nuestras conclusiones. Muy frecuentemente son nuestros propios colegas los que las ponen en duda. Unas veces en ejercicio sano del método científico y otras, quizás las más, por otro tipo de intereses.
Nosotros mismos sentimos el temor de que nuestra interpretación de los datos esté equivocada. Si se le añade que releyendo el Evangelio solo encuentras dos cosas que se condenan, no dar fruto y ser motivo de escándalo, entonces, la ansiedad por trabajar hasta la extenuación pero sin inducir a error, sea por vanidad o por la autoconvicción de nuestra verdad, se hace insoportable.
Lo más triste, y que calla la mitología, es que, con el tiempo, a medida que nuestras predicciones se cumplen, nuestra credibilidad aumenta, pero antes de lo que quisiéramos, nuestra capacidad de combatir la segunda ley de la termodinámica también disminuye y nuestras estructuras físicas y mentales empezarán a fallar. Entonces puede alterarse nuestra percepción de las cosas y que ya no seamos capaces de vislumbrar la verdad, justo cuando quizás empezaban a fiarse ciegamente de nosotros. Por eso, si algo debemos transmitir a nuestros alumnos y a la sociedad es la importancia de desarrollar el sentido crítico y la inteligencia, tanto para valorar a quien está en lo cierto, como para ignorar a falsos profetas y manipuladores o poner en contexto los errores de quienes puedan estar equivocados. La responsabilidad de desarrollar estas facultades le corresponde a cada uno.
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