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MAURICIO-JOSÉ SCHWARZ
Viernes, 17 de junio 2016, 08:09
Joseph Goldberger luchó hasta el final para demostrar que la causa en EE UU no era un virus sino la mala alimentación, que debía combatirse con una reforma social
Louis Pasteur y Robert Koch desarrollaron a mediados del siglo XIX las bases de la medicina científica al postular y demostrar la 'teoría de los gérmenes', es decir, que las enfermedades infecciosas lo eran debido a la acción de seres microscópicos. Su trabajo permitió empezar a entender al fin las infecciones, el contagio, las epidemias, la prevención mediante la higiene y la vacunación y una notable mejoría en la calidad de vida y longevidad de los seres humanos en general.
Pero en un caso -que marcó un hito en la historia de la investigación médica- el entusiasmo por la teoría de los gérmenes resultó no solo injustificado, sino que retrasó el tratamiento de una terrible enfermedad. A principios del siglo XX, la pelagra había adquirido proporciones epidémicas en los Estados Unidos. Se la conocía por su horrendo desarrollo, una sucesión de síntomas que provocaban a sus víctimas un enorme sufrimiento que se podía desarrollar a lo largo de tres o cuatro años hasta que llegaba al fin la muerte, con alteraciones que iban desde la pérdida de cabello y descamación de la piel junto con una gran sensibilidad al sol hasta la descoordinación y parálisis muscular, problemas cardiacos, agresividad, insomnio y pérdida de la memoria.
El Servicio de Salud Pública de EE UU encargó en 1914 al doctor Joseph Goldberger, al servicio de la institución desde 1899, que encabezara su programa de lucha contra la pelagra. Estaba afectando a la población del sur del país y, de modo muy especial, a quienes vivían en orfanatos, manicomios y pueblos dedicados al hilado de algodón. Goldberger era hijo de una familia pobre de inmigrantes judíos, con los que había llegado a Nueva York a los seis años de edad desde Hungría. Educado en escuelas públicas, consiguió entrar a la Universidad de Bellevue y graduarse como médico en 1895. En el Servicio de Salud Pública había demostrado ser un brillante investigador en temas de epidemias, combatiendo la fiebre amarilla, el dengue y el tifus en varios países. También fue víctima de esas tres enfermedades. Para cuando se le encomendó luchar contra la pelagra era uno de los más brillantes epidemiólogos y estaba trabajando en un programa contra la difteria. Entre sus varias aportaciones se contaba la demostración de que los piojos podían ser vectores de transmisión del tifus.
La razón por la que se le llamó a esa tarea era, precisamente, que la ciencia médica actuaba bajo el convencimiento de que la pelagra era una enfermedad contagiosa, y era necesario descubrir al patógeno responsable, virus o bacteria, para poder contener la epidemia. Pero Goldberger pronto concluyó que la pelagra no era contagiosa, sino producto de una deficiencia alimentaria, una opinión muy minoritaria. Era la explicación que mejor se ajustaba al curioso hecho de que el personal y los administradores de las instituciones más afectadas por la pelagra, como orfanatos y psiquiátricos, nunca se contagiaban de la enfermedad.
Leche y carne
El médico emprendió un experimento, cambiando la dieta de los niños y pacientes de algunas instituciones. Si solían comer pan de maíz y remolacha, empezaron a recibir leche, carne y verduras. Pronto, los enfermos se recuperaron y, entre los que se alimentaban con la nueva dieta ya no aparecieron nuevos casos de la afección. Parecía concluyente. Pero los médicos del sur se negaron a aceptar los resultados de Goldberger. No solo había convicciones médicas, sino prejuicios. El médico era de un servicio gubernamental, del norte y judío, tres características que despertaban suspicacias.
Acometió entonces un experimento que hoy ni siquiera se podría plantear: en 1916 tomó a un grupo de once prisioneros sanos voluntarios y a cinco de ellos les proporcionó una dieta abundante pero deficiente en proteínas, mientras que los otros seis mantuvieron su dieta normal. En poco tiempo, los cinco presos con mala dieta sufrieron de pelagra. Aun así, la mayoría de los médicos del sur se negaban a aceptar la hipótesis de Goldberger. Su siguiente experimento fue todavía más aterrador: él y su equipo intentaron contagiarse de pelagra comiendo e inyectándose secreciones, vómito, mucosidades y trozos de las lesiones de piel de enfermos de pelagra. Pese a sus heroicos pero repugnantes esfuerzos, ninguno de ellos desarrolló la afección.
La contundencia del experimento, sin embargo, fue insuficiente. Los experimentos de Goldberger no bastaban para que el Servicio de Salud Pública emitiera un boletín indicando que la pelagra se podría prevenir con una dieta adecuada (aún sin saber exactamente cuál era la sustancia o sustancias responsables del trastorno). En el sur, hasta 1920, muchísimos médicos no emprendieron acciones para mejorar la dieta de sus pacientes. El motivo no era solo médico. El razonamiento de Goldberger, después de todo hijo de pastores reconvertidos en comerciantes, concluía que la mejor prevención no estaba en la medicina, sino en una reforma social que cambiara el modo de propiedad de la tierra, reducto de las haciendas sostenidas en los siglos XVIII y XIX con trabajo esclavo. Algo que no gustaba a los poderosos del sur.
Joseph Goldberger siguió buscando las causas de la pelagra infructuosamente hasta su muerte en 1929. No fue sino hasta la década de 1930 cuando se descubrió que el ácido nicotínico, también llamado niacina y vitamina B3, curaba a los pacientes de pelagra. Pronto se descubrió que el triptofano, uno de los aminoácidos que necesitamos en nuestra dieta, era precursor de la niacina, es decir, que nuestro cuerpo lo utiliza para producir la vitamina, y que era la carencia lo que provocaba la pelagra, igual que la falta de vitamina C causa el escorbuto. Se empezó a añadir triptofano a diversos alimentos como el pan y la pelagra desapareció pronto como dolencia en el mundo. Un homenaje póstumo al desafío de Goldberger, con datos y hechos, que se enfrentó hasta el final a una creencia dañina.
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