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MIGUEL MESA DEL CASTILLO CLAVEL
Lunes, 27 de abril 2020, 21:47
Es cierto que la terminología militar –«vamos a ganar esta batalla», «venceremos al virus», sois unos héroes»– se ha convertido estos días en un vocabulario ... común para muchos científicos, responsables políticos, comunicadores e informadores cuando se refieren a la pandemia. Pero las metáforas bélicas no son las únicas que han cobrado relevancia en este momento, también la arquitectura está desplegando sus propios lenguajes para expresar cómo nos relacionamos con la enfermedad.
De todas las metáforas arquitectónicas, quizás sea la del balcón la que esté alcanzando mayor carga semántica estos días. Los balcones han invertido especularmente el uso para el que fueron diseñados: si el balcón era un dispositivo concebido para mirar la calle y un diafragma para graduar la exhibición de los interiores domésticos, ahora es la calle la que ha acabado subiendo, al menos parcialmente, a los balcones. En estas estrechas prolongaciones de algunos de nuestros encierros se muestra la solidaridad, se promueven los cuidados mutuos y el activismo, pero también se expresa el cansancio, se protesta, se exterioriza el desacuerdo, se molesta a los vecinos y prolifera la vigilancia.
Los balcones tienen su origen más probable en la plataforma de la columna maenia romana en el S.IV a.C., un elemento que derivó pronto en un símbolo de estatus social y un privilegio de la aristocracia. El balcón, que pasó de ser parte del arengario en la arquitectura lombarda y en muchas arquitecturas del poder (humano y divino), o una conexión del soberano con el mundo sobrenatural en los palacios mogoles, había sido degradado, en muchos casos, a la función residual de sujetabanderas macilentas, almacén de bicicletas y bombonas de butano, zona para ubicar los aparatos de climatización o, como mucho, artimaña inmobiliaria para elevar el valor de la vivienda asegurando una reserva extra de espacio, entre otros usos frecuentes.
Pero la pandemia ha puesto de manifiesto que nuestros hogares no son recintos de domesticidad ajenos a los debates públicos y de paso ha rescatado a los balcones de su papel secundario y de su abandono negligente para volver a convertirlos en un potente dispositivo de interacción social.
En la arquitectura terapéutica del sanatorio para tuberculosos el balcón estaba ocupado por enfermos que recibían el aire puro y la luz del sol, sin embargo ahora es una tribuna desde la que los sanos observamos la calle como el espacio de incertidumbre en el que se urbaniza el patógeno mediante vigilancia policial, campañas de desinfección, limitación de movimiento, equipos de protección individual o medidas de «distanciamiento social». La calle ahora es el lugar en el que se subroga desigualmente el riesgo entre repartidores a domicilio, trabajadores de supermercado, personal sanitario, militares, policías, transportistas o encargados de la limpieza urbana y de recoger nuestra basura mientras en casa continúa una normalización de la vida colectiva a través de la conectividad y la reorganización de las rutinas domésticas en atmósferas seguras.
Somos interdependientes y nuestro cuidado mutuo está mediado en parte por artefactos, tecnologías, medicamentos o arquitecturas que articulan esa interdependencia, pero es imprescindible la intervención de una ética y una política de los cuidados que examine el funcionamiento de esas mediaciones. No olvidemos que precisamente por esto el virus, definitivamente, sí distingue entre grupos sociales: la arquitectura del balcón nos ayuda a cuidarnos y a reparar nuestro mundo para vivir en él lo mejor posible, pero no todo el mundo vive en las ciudades, no todo el mundo está conectado a internet, no todo el mundo tiene una casa. Y por supuesto, no todo el mundo tiene acceso a un balcón, conviene recordarlo para cuando volvamos a bajar a la calle.
Miguel Mesa del Castillo Clavel es doctor arquitecto. Profesor de Proyectos Arquitectónicos. Universidad de Alicante.
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