
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PEDRO SOLER
Lunes, 18 de junio 2018
De su infancia apenas si recordaba la muerte de sus padres, pero lo que siempre tuvo presente fue la impresión que le producían los colores y la luz de cuanto le rodeaba. Así lo afirmaba el pintor Molina Sánchez en una breve autobiografía que escribió sin más pretensiones que estampar recuerdos. El próximo 20 de junio se cumple un siglo del nacimiento en Murcia de este artista, que marcó un hito durante gran parte del siglo XX, porque no puede olvidarse que siendo un jovenzuelo empezó a colaborar con sus ilustraciones en los periódicos. El 11 de marzo de 1936 comentaba la prensa cómo «había llamado poderosamente la atención del público una notable colección de dibujos a pluma», en una exposición de la Federación de Estudiantes, inaugurada en el Círculo de Bellas Artes. Pero antes de esto, cuando apenas nuestro ahora centenario pintor tenía dos o tres años, había sufrido úlceras en los ojos «que debieron tardar en cicatrizar y que, al hacerlo, dejaron las córneas deformadas -y a mí, para siempre- con una visión defectuosa e incorregible». De sus años escolares evocaba los mapas de España, que otros compañeros mayores dibujaban y que fueron, reconocía, «las primeras realizaciones plásticas que llamaron mi atención y que yo debí comprender mejor, dada su simplicidad». Tampoco olvidaba unas ilustraciones del Quijote que había en su casa. Fueron los mapas y las quijotescas ilustraciones en los que aquel niño, de nombre José Antonio, encontró «el origen de las dos actividades que hasta ahora han ocupado mi vida: la pintura y la ilustración». Era el arranque de la obra de un artista a quien Jaime Campmany definió como «pintor de naturaleza eterna».
Apenas tenía seis años cuando fallecieron sus padres, por lo que empezó una nueva vida en casa de su abuela materna. Se trataba de una panadería, en la que «todo el mundo entraba y salía, no ya en el establecimiento, sino en toda la casa, como si fuera una prolongación de la calle». Fue en esta casa donde se encontraría con algo que fue definitivo para su vocación artística, porque, entre los muchos tíos con los que convivía aquel niño, uno era aficionado a pintar. Cierto que solo hacía copias de láminas, en las que se veían paisajes de Venecia, algún patio sevillano y marinas a la manera de Verdugo Landi, famoso pintor malagueño; pero la primera vez que entró en la habitación de su tío y lo vio pintar -recordaba muchos años después Molina Sánchez- «me pareció aquello tan maravilloso, que me hice el propósito de pintar yo también». Poco después, este tío pintor contrajo matrimonio y se marchó a vivir a un nuevo domicilio. Fue entonces cuando Molina Sánchez recogió todo el material plástico que su tío había dejado, que en realidad se trataba «solamente de unos pocos tubos casi gastados y tres pinceles inservibles». Lo peor fue que realizó unas pruebas que le resultaron desalentadoras. «Pinté sobre papel y, a los pocos minutos, el aceite empapaba todo el papel y le daba un aspecto horroroso a mi primera obra de arte», reconocía resignado.
Al margen de sus pinitos pictóricos, Molina Sánchez siguió sus estudios primarios en el colegio de los Hermanos Maristas, una trayectoria estudiantil que recorrió «sin pena ni gloria, pues ni era de los primeros, ni de los últimos. En las clases nunca fui brillante en ningún aspecto». Su reconocido carácter retraído debió inspirar a sus condiscípulos a bautizarle con el apodo de 'El abuelico'. Ni trayectoria ni apodo impidieron el arraigo que iba adquiriendo su vocación pictórica, porque confesaba «el deseo que siempre tenía de llegar al final del cuaderno de caligrafía, para hacer el dibujo de un paisaje con puente y molino que en él había».
Sería en el colegio de San Juan donde comenzó a mostrarse más desenvuelto, y donde se aficionó «a hacer unas 'historietas' para las que contribuían algunos compañeros de clase con hojas de sus cuadernos, y que, después de dividirlas en cuatro partes, las llenaba de monos». Tampoco olvidaba dedicar sus ociosos ratos de tarde, cuando habitaba en casa de su abuela, «a jugar con todos los golfos de aquel barrio, que eran muchos». Pero vivió también en casa de un tío médico que poseía una colección de obras de pintores locales y alguna copia de museos, expuestos en su consulta, entre los que se encontraban 'La lección de Anatomía', de Rembrant; 'La rendición de Breda' y 'Los borrachos', de Velázquez; y un 'San Pablo ermitaño', de Ribera. Molina Sánchez rememoraba cuánto le impresionaba entrar en aquella consulta, en la que también encontraba aparatos de rayos X o electroterapia y un pequeño museo de Historia Natural, con pájaros disecados, mariposas, minerales, grandes conchas y «otras mil cosas para mí llenas de misterio». Y había reproducciones, junto a fotografías en colores de ciudades americanas, con grandes rascacielos «y un mar verde esmeralda, surcado por un barco, cuyas velas eran de trozos de nácar incrustado. Completaba todo esto una biblioteca, en la que, junto a tratados de Medicina y Cirugía, se veían los lomos de libros de arte. En ellos me inicié y empecé a tener los primeras referencias de los grandes maestros». Por entonces, el futuro pintor apenas tenía 10 años.
Sus estudios en el instituto también transcurrieron sin pena ni gloria, quizá, porque «tomé la costumbre de estudiar poco y dibujar cuanto se me ponía por delante. Descubrí en la biblioteca del instituto una magnífica 'Mitología Griega y Romana', en la que se reproducía gran cantidad de obras de arte de todos los tiempos, lo mismo de escultura que de pintura. Me pasaba muchas horas dibujando a mi manera aquellas cosas que más me gustaban, labor que alternaba leyendo los mitos que hacían alusión a los cuadros que copiaba». Llegaría luego la Academia de Amigos del País, en la que «la mayor parte de los asistentes eran chiquillos que sus padres mandaban allí para tenerlos recogidos y para que esas horas, las últimas de la tarde, no la pudieran utilizar en apedrear gatos o hacer golferías. Por este motivo, el espíritu de trabajo de esta gentecilla era bastante bajo. Algunos, cuando un dibujo se le atrancaba, se dedicaban a otros menesteres e investigaciones. Entre ellas, la preferida era la de meter una pluma o navaja por la boquilla de la lámpara e inmediatamente quedaban fundidos los plomos. Este 'fenómeno', tan fácil de producir, costaba semanas para reparar, quedando el sector afectado sin luz y los pequeños artistas, sin trabajo, en paro forzoso. Estas cosas y la poca afición que tenía a someterme a ningún método, hicieron que mi asistencia no durara más de dos o tres meses cada curso, que, la verdad sea dicha, fueron pocos».
Molina Sánchez recordaba con especial atención a don Manuel Gómez, padre del «excelente pintor Antonio Gómez Cano». Si algún día don Manuel faltaba, era sustituido por su hijo, quien «atendía con gran interés y entusiasmo la marcha de la enseñanza». Contaba nuestro pintor que «un día me dieron para hacer una lámina con un perfil, y yo, muy afanado, la hice con gran meticulosidad y rapidez. Una vez terminada, me acerqué a la mesa del profesor, en aquella ocasión Antonio Gómez, y, sea porque yo me consideraba con méritos suficientes para ello, o porque confié en que me recordaría por ser mi familia conocida de la suya, de entre el montón de zagales que rodeaban la mesa reclamando su condición de profesor, levanté yo también mi voz y le dije; 'Oye, Antonio, ¿quieres corregir mi dibujo?' Entonces el joven profesor dio un enorme grito, exigiendo el silencio más absoluto a todos los allí presentes y me dijo: '¿Qué es eso de 'oye, Antonio'? Yo soy don Antonio. ¿Estamos? Soy don Antonio'. Después de esta afirmación, que chafó totalmente uno de mis pocos arranques de osadía, cogió el pulcro y cuidado perfil y, tras echarle una terrible mirada, lo rasgó, y me obligó a repetirlo, porque, según él, lo había calcado, costumbre muy frecuente entre mis condiscípulos. Después, pasado el tiempo, llegué a ser y soy un gran amigo de Gómez Cano, que se dignó concederme que le hablara de tú».
Corría el año 1935, cuando se creó en Murcia la Escuela de Artes y Oficios, de la que era director el escultor José Planes, y en la que Molina Sánchez se matriculó en las clases de modelado. Poco después llegarían sus colaboraciones en 'El Liberal'. Eran tiempos en los que el pintor recorría la sierra, la mayor parte de los domingos, y a veces pintaba algún paisaje que casi nunca llegaba a terminar. Molina Sánchez afirmaba que «el ambiente en Murcia era muy favorable para el que tuviera aficiones como las mías», entre otras cuestiones porque destacaba un conjunto de pintores, entre los que se encontraban José María Sanz, Sánchez Picazo, Julián Alcaraz..., una generación a la que siguió otra, que trajo a Murcia todas las normas del Modernismo. Llegaría también el momento de la fructífera relación de Molina Sánchez con el pintor Almela Costa y el poeta Paco Cano Pato, o con Luis Garay, Pedro Flores y Joaquín, junto a escultores como José Planes y Antonio Garrigós. Por ellos Molina Sánchez sentía un enorme respeto y admiración.
También deseaba estudiar en la Academia de San Carlos y, aunque consiguió ingresar, renunció a realizar los estudios, porque consideraba que las deficiencias que, desde niño, tenía en la vista le impedirían trabajar con la fijeza que se exigía al alumnado. Será en 1942 cuando el pintor empiece sus viajes a Madrid, donde también colaboró en periódicos y revistas, como 'Vértice', 'La Estafeta Literaria', 'Garcilaso'... Así logra acercarse al Café Gijón, donde conoció a la flor y nata de las artes y de las letras que pululaba por la capital; entre otros, Enrique Azcoaga y Julián Gállego, figuras muy importantes en el desarrollo artístico de nuestro pintor. Es cuando empieza a abrirse camino con muestras colectivas, en el propio Madrid y en otras ciudades españolas. Martín Páez recuerda que el pintor inicia «una actividad extraordinaria y vive dedicado de lleno a la pintura». Viaja a Portugal, donde, en la Exposición Internacional de Arte Moderno, recibe el Premio Francisco de Holanda, noticia recogida por 'La Verdad' en octubre de 1948. Al regresar a España participa, junto a los escultores José Planes y González Moreno, en la Exposición Nacional de Bellas Artes, y realiza una serie de murales en Murcia -los de la I Feria de Muestras, entre otros- y Portugal, que provocan una inusitada admiración.
Momento muy importante en la vida sentimental de Molina Sánchez fue su matrimonio con Amparo, en 1952. Comenzó una etapa que también parece incidir en las obras del pintor, de caracteres felices y cargadas de ternura. Viaja a Italia, pero en la capital española su pintura va subiendo de tono, y es ensalzada por los más reconocidos críticos y los más diversos medios. Gaya Nuño escribía que Molina Sánchez era «maestro en línea, color, composición, brujería, técnica y resortes imaginativos». Aludía a «situaciones plásticas deliciosas, en las que el tema era desbordado por la gracia y la maestría de la realización».
Para la trayectoria de Molina Sánchez es definitiva su presencia en la XXVIII Bienal de Venecia y, pocos años después, en la Bienal de Alejandría, donde el artista murciano recibe una Medalla de Bronce. Ya es considerado como uno de los artistas más interesantes y atrayentes de la Nueva Figuración. Los galardones comienzan a acumulársele: en 1957, Tercera Medalla de Pintura en la Nacional de Bellas Artes; entre 1960 y 1963, la tercera, segunda y Primera Medalla de Dibujo, también del citado certamen, junto a la Palma de Oro de concurso Artistas del Sureste, y la Espiga de Plata y Oro, en el Certamen Internacional de Arte de Albacete.
Otra etapa interesante es la que, en 1965, lleva a Molina Sánchez hasta las profundidades del continente africano. Es cuando encuentra una serie de novedades visuales que hacen su pintura aún más atractiva y original. Ya, de modo definitivo, los métodos del pintor han logrado consolidarse. Sigue dedicado con intensidad a mejorar su obra y acaparando distinciones, como el Laurel de Murcia, que otorga la Asociación de la Prensa, y el Premio Chys. No le faltan exposiciones -una de ellas dedicada a temática tan reconocida como los ángeles- en el Museo Municipal de Santander, en el Palacio Almudí, donde presenta una amplia retrospectiva, y la Sala Verónicas. Se trata de un pintor consolidado, de quien no es preciso requerir nuevas explicaciones. El paso de los años va ejerciendo su poderío. Y si su obra había estado expuesta en salas de Francia, Brasil, Estados Unidos, Egipto, Angola, Suiza, Chile, Perú..., tampoco cesa el pintor con otras exposiciones en el Palacio de San Esteban y en la sala de la CAM. Infatigable, sigue volcado en su pintura, tanto en su estudio madrileño como en los que dispone en Murcia. En 2007 recibió la Medalla de Oro de la Región y, en 2008, el Premio de la Artes y de las Letras de la Comunidad Autónoma de Murcia. Y en los primeros meses del siguiente año vuelve al Palacio del Almudí con una serie de óleos y dibujos de gran formato, sobre los ángeles, ese tema que con tanto cariño trató. Desde tiempo atrás, la vida del pintor discurría con graves deficiencias físicas. Falleció el 16 de diciembre de 2009, vencido por los años y la enfermedad, pero, quizá, también influenciado por una dosis de tristeza que pocos conocían.
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