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BEGOÑA GÓMEZ MORAL
Martes, 19 de noviembre 2019, 21:57
Giorgio Vasari fue pintor, escultor, arquitecto y escritor. De todas esas facetas se le recuerda solo por la última. A pesar de ser responsable de las perspectivas inconfundibles de la Galería Ufizzi; a pesar de haber resuelto gigantescos ciclos al fresco con lo que hoy ... llamaríamos extraordinario 'know how' en organización empresarial, Vasari ha pasado a la historia por narrar las vidas de los artistas como él. Es cierto que la época que le tocó (1511-1574) fue fundamental -todas lo son-, pero también lo es que originó una forma de analizar el arte que ha pervivido. Su libro, dos en realidad, acabó por definir el Renacimiento, palabra que él empleó casi por primera vez, aunque no fuese hasta el siglo XIX cuando se terminó de afinar el significado, esa especie de suspiro de alivio en la Historia del Arte que supone el regreso a las premisas del pasado grecolatino.
Las biografías breves de Vasari tejen un entramado de vidas unidas por la urdimbre del arte. En 1550, vio la luz la edición que, por el nombre de su editor, se suele denominar Torrentiniana; luego, la edición Giuntina fue una versión corregida y aumentada en 1568. En ella, Vasari amplió el marco temporal para incluir las 'vidas' desde los albores de la 'rinascita'. En Cimabue, el maestro de Giotto determinó la división de la historia que ha perdurado. A un lado, el arte medieval, «siglos de penalidades desde el final de Roma»; al otro, varias décadas cuajadas con los nombres que hacen brillar el arte occidental.
Las 'Vidas de Vasari', las 'Vidas' o 'el Vasari' son nombres para referirse con familiaridad al mismo libro. En la primera edición el autor contaba 39 años. Fue ampliada y revisada 18 después y Cátedra la reedita ahora en una selección al cuidado de Ana Ávila. De las 133 vidas originales, se han escogido 32. Todas pertenecen a artistas de extraordinaria relevancia y cada una se completa con una página dedicada a enriquecer y ajustar la versión de Vasari, cuyo original ofrece un caudal de anécdotas y opiniones, pero dista de cumplir con la precisión en cuanto a fechas y obras que hoy se exige a cualquier estudio. Es, en suma, la versión adaptada al siglo XXI de un clásico absoluto enriquecido, además, con reproducciones y autorretratos.
Lo que llama la atención en esta y en cualquier edición anterior es que la idea del dibujo, la pintura y la escultura de cada época como parte de un todo, como etapas en una evolución, le debe mucho a Vasari. Él inventó el estudio del arte de manera lógica, narrativa y, sobre todo, estrechamente ligado a las personas que estaban, como quien dice, al pie del cañón. Desde su punto de vista el arte no solo sigue una trayectoria, una suerte de gran designio hacia adelante. Cada periodo tiene también una figura clave; un artista que alcanza el máximo y representa el ideal estético de cada momento. A ojos de Vasari, el honor de ser el primero corresponde a Giotto, el segundo es Brunelleschi y el último, Miguel Ángel.
También eso supuso un cambio. Hasta que llegó Vasari ser artista era otra cosa y él lo sabía bien. Era primo del gran Luca Signorelli y sin haber cumplido los 13 años entró de aprendiz en el taller de un vidriero. Pronto viajó a Florencia y frecuentó el círculo de Andrea del Sarto, que incluía a Pontormo, Rosso Fiorentino y otros manieristas como el propio Vasari. También estudió a Rafael, aunque su mayor admiración e influencia empezaba y acababa en Miguel Ángel. Vasari conocía a la perfección las técnicas de su época. Y, fuera del taller, lo sabía todo del tesón, la suerte y la buena salud necesarios para conseguir encargos y llevarlos a cabo. Los artistas eran todavía poco más que trabajadores manuales; en el mejor de los casos, dotados de habilidades especiales. Su labor se calculaba por horas, como la de albañiles o carpinteros. Al fin y al cabo, no pasaban de ser artesanos a quienes se confiaba la factura de objetos.
Esos objetos -ya fuesen cuadros, esculturas, frescos o edificios- eran infinitamente más importantes que la identidad o genio de sus artífices. A nadie importaba mucho la autoría, pero algo estaba cambiando. El valor del arte había empezado a bascular desde la obra al artista. Si fuese posible señalar un momento exacto, sería quizá a principios del siglo XV cuando el rey Francisco I de Francia dictó una carta dirigida a Leonardo da Vinci para pedirle «cualquier cosa salida de su mano». Probablemente esa frase señala el final de trayecto en el viaje de artesano a artista. Faltaban solo tres décadas para que Vasari elevase el monumento a esa profesión que es su libro.
Hay que mencionar que Giorgio Vasari nació en Arezzo y se le nota. Tradicionalmente, esa es la mayor carencia que se atribuye a 'Las Vidas': favorecer a los toscanos con escaso disimulo. Algunos expertos señalan por ejemplo que el Miguel Ángel supremo que ha pasado a la historia como «figura luminosa y salvador triunfante de las artes» debe parte de su renombre al hecho de haber nacido en Caprese, una población a solo veinte kilómetros de la localidad natal de Vasari. Por la misma aritmética quedaron fuera de su compendio figuras con el relieve de Tiziano o Tintoretto, nacidos en el remoto Véneto. Aun así el libro, en especial esta edición mejorada, no deja de brindar una perspectiva contemporánea, tan amena como valiosa casi cinco siglos después.
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