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'Bodegón con alfombra roja', Henri Matisse, 1906; 'Caza del león', Eugène Delacroix, c. 1861; 'Autorretrato', Eugène Delacroix, c. 1837.
Delacroix, el nombre del padre

Delacroix, el nombre del padre

Fue el último de los maestros antiguos y el primero de los modernos. Eugène Delacroix, representante del Romanticismo francés por excelencia, es también imprescindible cuando se intenta ordenar el arte del siglo XIX y los primeros años del XX. Pocos pintores han tenido un impacto similar o una influencia tan prolongada. Reconocido y controvertido a partes iguales durante una vida que se extiende más allá de la primera mitad del siglo XIX (1798-1863), cada nueva pintura era esperada, examinada y comentada por sus contemporáneos. 

BEGOÑA GÓMEZ MORAL

Viernes, 17 de junio 2016, 07:49

La National Gallery acoge una muestra que desvela el papel determinante que tuvo el pintor romántico como gran precursor del siglo XX

Fue el último de los maestros antiguos y el primero de los modernos. Eugène Delacroix, representante del Romanticismo francés por excelencia, es también imprescindible cuando se intenta ordenar el arte del siglo XIX y los primeros años del XX.

Pocos pintores han tenido un impacto similar o una influencia tan prolongada. Reconocido y controvertido a partes iguales durante una vida que se extiende más allá de la primera mitad del siglo XIX (1798-1863), cada nueva pintura era esperada, examinada y comentada por sus contemporáneos. Tras su muerte, generaciones de pintores volvieron a él en busca de guía y fue idolatrado como pionero por Manet, Renoir, Degas,... y, más tarde, por Van Gogh, Gauguin y Matisse. Para tener una medida de la admiración que su obra despertaba entre los pintores jóvenes basta fijarse en la pintura que Paul Cézanne le dedicó con el explícito título de 'Apoteosis de Delacroix'. En ella se identifica a Pissarro sentado frente al caballete; Monet, con parasol y sombrero, está junto a él. Después, 'Black', el perro, y el propio Cézanne. A la izquierda, otras dos figuras, pintores menos conocidos, dirigen la vista y los brazos hacia arriba mientras unos ángeles transportan a Delacroix a las alturas, sin olvidar la paleta y los pinceles. O basta fijarse en esa otra pintura de Fantin-Latour, quien, junto a Millet, Manet y Baudelaire, estuvo en su cortejo fúnebre y representó más tarde la alegoría de la 'Inmortalidad' que cubre de flores el nombre de Delacroix.

Fama de revolucionario

La actual exposición de la National Gallery de Londres brinda la oportunidad de redescubrir a un artista con fama de revolucionario y de profundizar, sobre todo, en esa faceta de precursor y referente. Aunque entre las 60 pinturas llegadas de 30 museos distintos no están los cuadros monumentales que resuenan con mayor eco en la memoria ('La matanza de Quíos', 'La libertad guiando al pueblo' o 'La barca de Dante' solo salen de Francia en ocasiones excepcionales), alrededor de un tercio del contenido proviene de la mano del prolífico Delacroix e incluye obras maestras como el autorretrato de 1837 y copias de 'La caza del león' o 'La muerte de Sardanápalo', pintada para sí mismo una vez vendido el gigantesco lienzo original.

El resto de la exposición pertenece a movimientos sucesivos que atestiguan su influjo. La pincelada expresiva, la óptica del color, las composiciones complejas y los temas exóticos empujaron a impresionistas, postimpresionistas, simbolistas y 'fauves' a buscar los límites de la creatividad y todos ellos reconocieron en la vibración cromática de Delacroix y en su retrato de las emociones parte del impulso para innovar en sus propios lienzos. 'La toilette' de Bazille, la 'Pietá' y los 'Olivos' de Van Gogh, pinturas de Courbet, Redon, Moreau, Signac, Gauguin, Cézanne y Matisse, entre otros, conforman un recorrido admirativo que se cierra con el 'Estudio para la improvisación V', pintado en 1910 por Kandinsky, como argumento para trazar una genealogía desde el Romanticismo hasta el origen de la Abstracción.

Aparte de los tributos directos de Cezanne y Fantin-Latour, el reconocimiento hacia Delacroix se expresa de distintas formas, desde las copias pintadas por Manet y Renoir de 'La barca de Dante' o 'La boda judía en Marruecos' al cuadro de Signac 'Nieve, boulevard de Clichy', donde el temperamento urbano se aleja del exotismo y es lo opuesto al calor y la furia romántica, pero se vuelve hacia el maestro en los rastros de color vibrante.

Delacroix fue el primer gran pintor francés que no visitó Italia. En lugar de eso viajó al norte de África en 1832 y con esa decisión dio un giro a la pintura de su país, alejándose de la claridad del dibujo y de la forma modelada en busca del color, el movimiento y la sensación. En Marruecos creyó encontrar una versión más real de la Antigüedad. «Los griegos y los romanos están aquí, en la misma puerta. Están en los árabes embozados con capas blancas como Catón o Bruto», se entusiasmaba. Más tarde, tanto Renoir como Matisse seguirían una ruta similar en momentos de transición creativa. El primero visitó Argelia en 1881, durante los primeros años del Impresionismo; el segundo viajó a Marruecos en 1912, cuando el Fauvismo daba ya los últimos frutos.

Anteriormente había visitado Inglaterra. Admiró a Constable y la pintura que vio allí influyó en el único retrato de cuerpo entero salido de su pincel: el de Louis-Auguste Schwiter, que más tarde formaría parte de la extensa colección de Degas. Monet también le rindió esa forma de homenaje. Coleccionó obra suya en la década de 1890, al iniciar 'Los nenúfares', y desde su publicación en 1893 leyó y volvió a leer los diarios de Delacroix: «Artista joven, ¿buscas un tema? Todo lo es. El tema eres tú; está en tus impresiones, en tus emociones frente a la naturaleza. Debes mirar al interior y no hacia afuera».

Delacroix, clásico y moderno, es una figura única y la exposición eleva sus tonalidades variables y densidad compositiva a la categoría de instrumento para dotar de amplitud a la pintura. Como una palanca, obra a obra, de forma sutil a veces, libera la pincelada impresionista, la ensoñación simbolista, el exotismo de Gauguin y la audacia cromática de Van Gogh y los 'fauvistas'. «El principal mérito de una pintura es ser una fiesta para los ojos», dice la última entrada de su diario y esa afirmación resuena en la pintura de un siglo.

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