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Así se presenta el niño protagonista: «Soy Martín, el hijo de la reina de las amazonas». Y comienza a hablarte: «Seguro que a ti también te ocurre que algunos día son como un bostezo, por lo aburridos, iguales y llenos de obligaciones». Lo de siempre: «Colegio, deberes y más deberes, casi no hay tiempo para jugar. Un fastidio». Lo que le sucede a partir de ahí es una historia, conmovedora y útil para la vida a cualquier edad, contada en el cuento 'El hijo de la amazona' (Iglú), la nueva entrega para público infantil de la escritora Marisa López Soria, nacida en 1956 en Albacete y cuya existencia está unida, desde el principio, primero a Cartagena y, desde hace ya años, a Murcia.
'El hijo de la amazona', en la que Martín tendrá que pasar una temporada en casa de sus abuelos mientras su madre, «la de la sonrisa en los ojos y el corazón palpitante, está fuera recuperándose de las heridas», no es un libro más para López Soria, hija de Marcelo López y de la excelente poeta Josefina Soria; sus padres, con sus vidas y el vacío que dejaron sus muertes, fueron, y de algún modo siguen siéndolo hoy, piedra angular en su existencia. 'El hijo de la amazona' es un libro –deliciosamente ilustrado por Alejandro Galindo 'Álex', colaborador de LA VERDAD– que hace años «que de alguna manera le debía a mis hijos», Ignacio y Raúl, y «a todas las valiente amazonas» que, como ella, se tuvieron que enfrentar o se enfrentan hoy a un cáncer. En su caso, de mama. Hace años. En dos ocasiones. Podría haber tratado el tema en alguno de esos poemas para adultos tan esperados –solo ha escrito a lo largo de una extensa trayectoria dos poemarios: 'En consideración te escribo' (1995) y 'Muy señores míos' (2020)–, pero quiso hacerlo, de un modo más que sutil, y apto para hijos y sus padres, en formato cuento.
«Ignacio y Raúl, junto con [el fotógrafo francés] Frédéric [Volkringer], son lo más importante de mi vida: esta familia que hemos formado», cuenta la escritora, quien durante la creación de 'El hijo de la amazona' ha vuelto a aquellos tiempos de lucha contra la enfermedad, en los que más que su propio sufrimiento le pesaba el que soportaban ellos tres. «Tu dolor lo llevas dentro, es muy duro pero intentas gestionarlo, convivir con él, adaptar tu vida...; pero ver a quienes más quieres sufriendo por ti, ver cómo tu dolor repercute en ellos..., eso es tremendo. Yo me rompía más por ellos que por mí misma», indica.
«Tenía fe en que saldría adelante, y me sabía en buenas manos. Mis hijos y Frédéric intentaban ayudarme de todas las maneras posibles, se empeñaban en poner buena cara, en hacerme ver que no estaban preocupados, pero evidentemente sufrían muchísimo y en alguna ocasión no podían evitar venirse abajo», rememora la autora.
–En 'El hijo de la amazona' es muy importante la presencia de los abuelos.
–En mi caso, la presencia maravillosa fue la de la abuelita Pilar, la madre de mi primer marido [y padre de Ignacio y Raúl], una señora ya muy mayor con la que sigo teniendo una relación preciosa porque nos unen muchísimas cosas. Ella nos ayudó a todos muchísimo a sobrellevar primero el cáncer, y luego la recaída que tuvo lugar diez años después.
–«Fue en un santiamén que en casa todo cambió», informa Martín a los lectores.
–Siempre pasan cosas horribles a tu alrededor, y tendemos a pensar que a ti no te van a pasar. Pero te pasan, y luego te das cuenta de que han sido fruto de muchas circunstancias, porque estoy convencida de que las enfermedades vienen de otros sufrimientos y otras historias pasadas, y surgen cuando menos te lo esperas. De hecho, hacía poco que yo me había casado con Frédéric, y estaba tan feliz que no me podía creer que aquello me estuviera pasando. Pero sí, y entonces las cosas eran de otra manera...; a mi alrededor tenía amigas con el mismo problema y se iban muriendo. Yo me decía, '¿pero cómo puedo estar haciéndole esto ahora mismo a la persona que vive empeñada en hacerme feliz?'.
–¿Qué tuvo claro al escribir 'El hijo de la amazona'?
–Que no caería en la sensiblería, que es algo que no puedo soportar en ningún ámbito del arte. Puedo hablar de cosas profundas, por supuesto, pero huyo del dramatismo y apuesto más por el humor, por la ironía, y por supuesto por la ternura. Solo he escrito algún poema dramático, porque lo necesitaba, sobre la muerte de mi padre en 'Muy señores míos'.
Marisa López Soria se encuentra ahora «fenomenal». Y añade: «Llevo tanto tiempo sintiéndome bien, con un entorno tan grato y disfrutando de una familia y de unos amigos tan estupendos, que pienso que ya no me va a pasar nada malo [sonríe], que ya he tenido mi dosis de enfermedad, de sufrimiento, de preocupación...».
Sonríe pensando en todo lo que le queda por hacer. Por ejemplo, al igual que al niño Martín, a ella también le gustaría un día «hacer un viaje todos juntos al Polo Norte». Y luego contárselo a sus lectores, porque no puede estar sin hacerlo: escribir. ¿Y saben? Casi siempre hay algunos versos de su madre rondándole la cabeza y el alma. Como estos: «Un mar lleno de peces me navega. / Abro a la vida sus compuertas altas / y en resplandor me anego».
«Me gusta muchísimo quedarme en silencio, tumbada, sin música ni nada, y dejar divagar el pensamiento. Tengo unos estupendos sillón y sofá desde los que mis pensamientos fluyen tan contentos. Y cuando estoy junto al mar, es ya la locura», indica la escritora, ya abuela feliz. Feliz pero –¡eso procura por todos los medios!– no entrometida ni cargante: «Yo soy muy de dar alas. No me gusta nada agobiar, ni que me agobien. Respetar la libertad del otro es fundamental en las relaciones». No es de ahora, «desde siempre me ha pasado que me gusta que me dejen vivir mi vida; ahora bien, cuando mis hijos me piden algo, soy capaz de remover cielo y tierra para atender sus peticiones. Me he esforzado mucho, esa es la verdad, para que se sientan libres y vuelen solos».
Cuando a Marisa López Soria se le pregunta qué deben los padres enseñar a sus hijos, responde veloz, sin la menor duda: «A ser críticos, a no conformarse con lo primero que les dicen. Y, desde luego, a ser respetuosos. El respeto es un gran tesoro. La verdad es que adelantaríamos mucho si los padres enseñaran a sus hijos algo que, por desgracia, escasea aunque nadie quiere reconocer que le falta: sentido común. Más que prohibir, lo que hay que hacer es enseñar a tomar las decisiones correctas».
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