José Ballester
Sábado, 15 de julio 2023
La ciencia Estética, que debiera ser ciencia de la Belleza, suele circunscribirse a un aspecto subjetivo de ella, eliminando de su esfera de estudio lo que no se refiere a la intuición artística en cuanto es inspiración creadora del arte o efecto psíquico de éste ... en el espectador.
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De ahí que la belleza sea considerada por algunos tratadistas de Estética como algo elaborado, artificial, que no existe sin el sello del espíritu humano, o que al menos sin su actividad no se pone de manifiesto.
El elemento Naturaleza en el campo de lo bello es, pues, un mero ingrediente, y no el más noble, puesto que suministra la parte material de las expresiones. Así se deducirá de la afirmación que algunos sientan, a título de principio científico, de que el Arte es la imitación idealizadora de la naturaleza; es decir, que lo bello se obtiene de ésta como un espíritu o extracto, haciéndola pasar por la alquitara de la inspiración del hombre. Y añaden que cuando se habla de lo bello de la naturaleza, se designan simplemente fenómenos de agrado práctico con muy raras excepciones y que sin el concurso de la fantasía, ninguna cosa de la naturaleza es bella.
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Juan Jesús Yelo Cano
Tal prevención va, por el camino peligroso que seduce en todo originalismo, a insinuar una afirmación completamente equivocada para norma del criterio estético, valiéndose de argumentos falsos. Un pensador español contemporáneo dice: «Existe el prejuicio inaceptable de no considerar bellos más que los paisajes donde la verdura triunfa». Pretende este escritor que un escondido movimiento de utilitarismo nos hace considerar que allí se nos ofrecen alimentos o golosinas, e introduce una confusión entre el momento hedonista y la esperanza o anticipo imaginativo de la degustación de aquellos manjares deleitosos: la ocurrencia es inocente y frágil, puesto que semejante actitud no se debe atribuir sino a una carencia absoluta de gusto por la belleza. Pero es que ese error, al parecer poco trascendente, puede acentuar y corroborar aficiones apasionadas o de temperamento y por miedo a incurrir en un yerro, caemos en otro, excluyendo poco a poco de la atención por lo bello los paisajes en que la flora se muestra con mayor integridad de su esplendor, y exaltando la predilección por los cuadros de aridez que, en virtud de argumentos análogos a los del escritor aludido, podríanse considerar evocadores de tristeza, de magnanimidad, de despego contra las vanidades humanas o de algo por el estilo, pero no de una serena y ponderada emoción como es la estética cuando con más pureza se experimenta.
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Adviértase qué simpatía existe entre el error señalado y la afectación desdeñosa con que Oscar Wilde se recluye en su estancia confortable, volviendo las espaldas al campo y proclamando la redención de éste por milagro de la obra artística.
Descubre el paisaje sonoro #1 creado por el artista, investigador y profesor de música Juan Jesús Yelo, que propone al lector acompañar la lectura del reportaje acompañado de la escucha de esta pieza.
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No son opiniones contemporáneas. A fines del siglo XVIII se define la poesía como arte de perfeccionar la Naturaleza y se afirma que pintores de flores y de paisaje no entran en el arte verdadero; que imitan bellezas desprovistas de todo ideal, y que en su obra poco o nada interviene el Genio verdades o errores que sientan precedente de menosprecio por lo natural.
Cuando a las diferencias entre realidad e imitación, una persona de regular perceptibilidad artística, delante de la naturaleza y delante de una obra de las artes liberales, para lograr de ambas idénticos efectos, análoga intervención tendrá que exigir a su fantasía.
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Si en el cuadro de lo natural nos estorba algo al libar la sustancia de la belleza y es preciso abstraerla de ese algo, también en el cuadro artificial se nos exige adaptación al espíritu de la época, eliminación de los prejuicios de la técnica exclusivista, que divierten de la admiración pura, y otros requisitos semejantes. Lo que se diga naturaleza, pues, se dice del arte en este respecto; luego, ambos, en el terreno de una investigación estética amplia de criterio, nos pueden brindar con la flor de la hermosura, y ambos intensamente, pero el paisaje de un modo mucho más integro.
Al nombrar el paisaje pronunciamos una palabra cargada de evocaciones. Nada hay que supere en expresión al paisaje. Es la manifestación más compleja de lo natural, porque dentro de sus dilatados ámbitos caben, desde la amplitud de los cielos y los mares, que nos sugieren ideas de infinito, hasta la gracia de la figura humana que se mueve. Afirmo que es en alto grado expresivo, porque la variedad de sus elementos y la movilidad continua de estos, le hacen objeto de una no interrumpida evolución de aspecto. Así como por las calles de una gran urbe discurren personas en que nos es permitido admirar cuán rico de matices es el molde donde se fraguó el rostro humano; así en nuestras andanzas por el mundo, podremos ver ilimitado número de diferentes paisajes; y del mismo modo también, que una cara expresiva, puede modular su fisonomía con una gama de gestos inextingible, un mismo paisaje tiene para nosotros en cada mañana, en cada instante de una hora, a veces, diversa expresión con que emocionarnos.
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El paisaje real es una síntesis de toda clases de impresiones con que pueden ser afectados nuestros sentidos. No se limita, como en la pintura, a reproducir, más o menos estilizadamente, la línea de los árboles y de los montes, la luz de los ocasos y la transparencia de los arroyos. En la realidad tiene el susurro incesante de las aguas y de los insectos, la caricia de los céfiros, la fragancia que yerra en sutiles polvaredas de polen si las plantas se hallan en el apogeo de su floración. Cuando nos sea dado escuchar una sinfonía por una gran orquesta, la impresión de belleza de la música no se nos manifestará plenamente si concentramos nuestra atención en una serie de instrumentos, los de cuerda, los de bronce, por ejemplo, o en la dulcedumbre de la flauta o en el gemido humano del violoncelo; será preciso que, mediante un esfuerzo de la atención bien educada, recibamos el conjunto de sones como sólo un complejo y bien acordado son: pues así también, espectadores del paisaje, necesitamos recoger el acorde de sus vibraciones múltiples.
Dos elementos hay que examinar en la investigación del sentido estético del paisaje. Uno subjetivo, en función de cuyas facultades son atribuidas al paisaje las adjetivaciones de la pulcritud; otro objetivo, el cual posee realmente esas cualidades como en potencia, es decir, en una pasividad que despierta con la contemplación a que se aplica el otro elemento, y sin la cual la belleza es algo inerte o dormido. El uno es el espectador; el otro es el espectáculo.
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El primero, el espíritu humano, actúa valiéndose de los sentidos como de instrumento para ponerse en comunicación con el segundo. Inmediatamente se agolpan a nuestra consideración las infinitas diversidades que separan a cada hombre, según su mundo étnico y sus costumbres, su profesión, su temperamento y la clase social a la que pertenece. Pero aún cuando obtuviéramos un tipo elegido de entre tantas diferencias, todavía la época le imprimirá una más, radicalísima.
Descubre el paisaje sonoro #2 creado por el artista, investigador y profesor de música Juan Jesús Yelo, que propone al lector acompañar la lectura del reportaje acompañado de la escucha de esta pieza.
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Lo ideal sería un espectador desprovisto de todos los prejuicios e inconvenientes que la vida y la educación hayan ido depositando en él, como una sucesión de sedimentos impuros. La percepción virginal de un alma educada únicamente para la contemplación del paisaje, y que pudiera contemplarlo por primera vez en la plenitud de consciencia de sus facultades, sería la más perfecta. Entre las evocaciones de cosas olvidadas, vibra a veces un recuerdo de un paisaje que vimos en la niñez, y cuya belleza nos afectó de manera incompleta, porque de nuestra parte no pusimos íntegramente la atención. A falta de ésta, unida a la pureza de nuestra actividad de contempladores, tenemos la educación estética.
Un paisaje, antes de ahora, no era admirado sino por la sensación de bienestar que proporciona la paz de los campos, sobre todo cuando ejerce su beneficio sedante en un alma castigada por las pasiones o por la lucha de vivir. Claro es que el hombre organizado para sentirlo, no se habrá hallado emocionalmente imperturbable ante el armonioso cuadro de la naturaleza en el orden estético; pero, en definitiva, es precisa una cultura espiritual orientada en su sentido peculiar, cuyos efectos no se advierten, salvo en las civilizaciones de Oriente y en el franciscanismo medieval hasta muy entrada la segunda mitad del siglo XVIII en que, por singular coincidencia, suena la nueva palabra romanticismo «para designar los paisajes que despiertan en el alma afectos tiernos e ideas melancólicas» (M y Pelayo, 'Ideas estéticas').
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No conviene callar la influencia tan profunda de Italia en nuestra vida artística desde el siglo XV, pero no tiene una significación definitiva como la que dan a entender las palabras anteriormente transcritas. Hoy hemos adelantado en punto a sensibilidad muy notablemente y nos es dado obtener una finura de gusto a la que tal vez no se eludan pronto las impresiones más sutiles.
Para sentir el paisaje hay que ser, siquiera ocasionalmente, un espíritu desligado de preocupaciones ajenas a él. Ni un pintor paisajista, en cuanto pintor, es muchas veces apto, porque sus condiciones especiales de escuela o de gusto individual, le harán desdeñar una armoniosa manifestación de belleza, si no es susceptible de ser pintada conforme a su ideario o a sus aptitudes, pues al mirar, ve la realidad como una reproducción, y le resulta imposible sustraerse a la creencia de que se halla delante de una gran tabla o lienzo trabajados.
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Asimismo, el segundo elemento, el espectáculo, es vario sobremanera. En la selva, durante el huracán, es otro que en el valle, al irse desvaneciendo la luz de un claro atardecer de otoño. No ha de ser este ensayo un pretexto para presumir de dotes descriptivas: la idea está apuntada.
Ahora surge un doble problema. ¿Todos los paisajes son expresivos de una venustidad armónica? ¿Habrá un diferente paisaje propio para determinar en cada distinto espectador el equilibrio de las emociones contemplativas, concordia de ánimo en que culmina la calma espiritual por mano de la belleza? Recordemos a Winckelman cuando dice que la belleza no tiene significación, ni su forma es propia de objeto ni de movimiento afectivo alguno, sino por el contrario, esas cosas ponen como un velo de contaminación en ella. Es decir: que la belleza es una fragancia que brota de la virtud, de las pasiones, de las realidades plásticas, y está en el amor o en el sacrificio, en el Parthenon y en la choza humilde que custodian los árboles de la campiña. Pero nada de esto es la belleza, sino continente de ella y rémora para apropincuarla a nosotros, a la vez.
Por eso hemos dicho antes que para desentrañar el sentido estético del paisaje conviene huir de todos aquellos estados de ánimo, sean dolorosos o placenteros, que puedan turbar la serenidad contemplativa, incluso los que la vista del mismo paisaje nos pueda sugerir. Nuestra posición será de enajenamiento del tráfago cotidiano y, la naturaleza, a veces, nos ayudará a desasirnos de todo cuidado; a veces, sin embargo, no solo será inútil para este menester, pero aún será obstáculo, por influencias meramente de orden físico, ya que bajo un sol de pleno estío, o sintiéndonos azotados por la lluvia y el viento, no podremos de ningún modo acallar la protesta del cuerpo ofendido que nos divertirá del debido recogimiento; y siguiendo un proceso eliminatorio, mal que nos pese, hemos de ir a parar, como fatalmente, a escoger a la postre el paisaje más plácido para nuestra experimentación. Acaso un alma afectada de ideas pesimistas o de preocupaciones intelectuales, halle mejor adecuidad orientándose de otra suerte. El espectador tipo, así que se haya puesto en un estado de sosiego o de neutralidad pasional, no opinará en contra nuestra.
Entonados o concordes los dos elementos, sucédese y el proceso interior que estudian los psicólogos, llámese de producción estética, como en Benedetto Croce, o bien proyección sentimental. Si lo primero, llegaremos a la expresión o síntesis espiritual, instante en que se determinan acentuadamente las diferencias que existen entre el paisaje, y la obra de arte; entre lo natural y lo imitativo. El alma estará delante del lienzo o de la estatua; pero está dentro del paisaje (no digo en sentido material) por un doble movimiento: centrífugo, como en las artes plásticas, y centrípeto, como en la música y en la poesía; movimiento de fusión espiritual porque parece como si se nos fuera escapando la vida o la personalidad en un soplo continuado, sutilísimo, para envolver lo que contemplamos, y de fuera a dentro, porque no cesa la influencia de lo exterior; y armonizados ambos, se transfunden espectador y espectáculo en una emoción unitiva, que por lo mismo que así es, tiene algunos puntos en contacto con el amor; para lo cual no es preciso tener un concepto panteísta de la naturaleza, sino tal vez franciscano, simplemente.
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El paisaje es el ejemplo más genuino de lo clásico, por lo eterno. El gusto por el paisaje, calma toda violencia, endulza toda amargura, agudizando progresivamente las facultades de sentir el arte sin pasión fugitiva, esfumando divisorias artificiales que endurecen el criterio y lo limitan a una ruin servidumbre de la intransigencia. Tan necio es el desdén por todo lo viejo, como la timidez ante todo lo nuevo. Una finísima intuición ética, allá en la altura donde se cierne la sustancia de lo bello, por encima de todas las vanidades, y el sentido crítico alcanzará la verdadera rectitud. He aquí una máxima que pudo sugerir la contemplación del paisaje.
**** Perlas del Suplemento Literario de LA VERDAD. Próxima entrega: sábado 16 de septiembre. Pedro Salinas, el crítico artista.
Juan Guerrero Ruiz, a quien García Lorca llama «cónsul general de la poesía» en el romance que le dedica en 'Romancero gitano' (1928), y José Ballester fueron testigos de la «existencia funambulesca» del 'Suplemento Literario' de LA VERDAD. Ballester demostró ser no solo un fiel escudero de Juan Ramón Jiménez y de Guerrero, sino, a la larga, el más discreto encumbrador de la lírica que haya conocido la Región de Murcia. Todo desde la periferia. Pero con gusto y determinación. «La airada protesta de muchos suscriptores del periódico pusieron muchas veces en riesgo la existencia de nuestra página literaria, que para salvarla decidimos convertir en una revista independiente». Así contaría Guerrero el final de esta publicación en LA VERDAD tras 59 números. En 1927 evoluciona a 'Verso y Prosa', con el impulso de Jorge Guillén. José Ballester (1892-1978) fue redactor, redactor jefe, director, crítico de arte y columnista de LA VERDAD. Con Raimundo de los Reyes lanzó en 1924 la 'Página Literaria', creó 'Sudeste', donde publicaron la primera obra de Miguel Hernández. Autor de 'Otoño en la ciudad' (1936) y de populares guías de turismo, fue Académico Correspondiente de la Real Academia Alfonso X El Sabio, participó en la fundación de la Asociación de la Prensa de Murcia y fue Cronista Oficial de Murcia.
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