Viernes, 21 de Febrero 2025, 11:02h
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La Europa de finales del siglo XIX dominó el mundo, por todo el morro. Su poder financiero, sus técnicas industriales, sus ideas modernas, habían llegado a colonizar la tierra entera. Todo cristo en América, Asia, África y Oceanía, desde el conspicuo millonetis hasta el más humilde tiñalpa, anhelaba imitar las tendencias impuestas por el Viejo Continente en economía, política y cultura. Nacionalismos pujantes, medios y dinero convertían el momento en perfecto para la expansión colonial, y Europa se aplicó a ella con entusiasmo. La idea básica venía ya del siglo anterior, de la Ilustración, y manejaba el argumento (léase hábil truco o pretexto) de que los países europeos, más avanzados en todos los aspectos (incluido, por supuesto, el militar), tenían la obligación moral de beneficiar a los pueblos atrasados, llevando a cabo con ellos una misión civilizadora. El gabacho Ernest Renan lo había definido perfectamente: El porvenir es de Europa y sólo de ella. Conquistaremos el mundo y le aplicaremos nuestra religión, que es el derecho, la libertad, el respeto al género humano. Sin embargo, a la hora de la verdad eso del respeto no quedó nada claro, porque buena parte de aquella intensa actividad colonial (los belgas en el Congo, los alemanes en Namibia, los franceses en Argelia y los ingleses en todas partes) se llevó a cabo con el más absoluto desprecio hacia las poblaciones indígenas; que mientras eran despojadas de sus tierras y riquezas, reducidas al servilismo y a una más o menos disimulada esclavitud, sufrieron innumerables abusos y verdaderos genocidios. Y así, respaldada por su notable potencia demográfica, su tecnología e industria punteras y su fuerza intelectual sin igual en el mundo, jaleada desde dentro por una prensa triunfalista que excitaba los sentimientos populares, aquella sociedad colonial violenta, como la definió Françoise Martinetti, se lanzó a una desaforada competición para ver quién colonizaba más, mejor y más rápido, en plan, como se decía antes, maricón el último. A partir de la Conferencia de Berlín (que fue en 1885), casi toda África y el resto del planeta (Océano Índico, Pacífico, Oriente Medio y Sudeste Asiático) se la repartieron entre Gran Bretaña, Francia y Alemania, dejando a España y Portugal algunas antiguas migajas. Misiones cristianas de diverso signo, sobre todo anglosajonas (no se pierdan la turbia hipocresía victoriana narrada en el relato Lluvia de Somerset Maugham y en la película protagonizada por Joan Crawford), proliferaron como setas, transformando (a veces para bien y otras muchas para mal) las costumbres locales, la cultura y los conceptos de familia y sociedad de los pueblos colonizados. Hasta los que no lo fueron, pero se fijaban mucho en lo que pasaba cerca y lejos, procuraban imitar las maneras occidentales; como fue el caso del Japón feudal, que en la última década del siglo se calzó a sí mismo una señora constitución, una organización militar y un código civil calcados de los europeos. Y del mismo modo que entre los siglos XV y XVII el idioma español, y en menor medida el portugués, se habían asentado en los territorios ultramarinos de ambos imperios, la parla de los nuevos amos del mundo también se impuso en todas partes, en especial el inglés y el francés, aunque nunca llegaron a la profunda penetración popular de las dos lenguas ibéricas y fueron más bien patrimonio de las élites coloniales y de las clases dirigentes locales. Dándose así la absurda circunstancia de que los indígenas que (en número limitado y selecto, naturalmente) accedían a la educación escolar eran despojados de la historia y cultura de su país para adoptar como propias las de las potencias colonizadoras. Eso fundió no pocos plomos y tuvo sus consecuencias, porque muchos de los jóvenes de las élites locales, mestizos culturales indecisos entre dos mundos opuestos, que iban a completar sus estudios superiores en Oxford, Cambridge o París, se encontraban con la inquietante contradicción de que los valores de libertad, equidad, derechos y amor a la humanidad que les enseñaban en las universidades nada tenían que ver con lo que las autoridades coloniales practicaban en sus países de origen. Y de esa contradicción, o sea, de la mala leche que ser conscientes de tanto camelo retórico y tanto timo de la estampita les fue dejando a esos chavales en la cabeza, surgirían, más rápido que deprisa, las ideas nacionales y anticoloniales (Gandhi, Sun Yat-sen y compañía) que algo más tarde iban a agitar el paisaje, después de que Europa, descubierta su estúpida vocación suicida, marchase cada vez con más rapidez hacia los grandes cataclismos del siglo XX, y la primera y la segunda guerras mundiales destruyeran su rancia hegemonía, mandándolo todo a tomar por saco.
[Continuará].
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