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Antonio Parra Sanz
Sábado, 29 de julio 2023
Volver a la alta competición, eso es lo que le había recomendado el doctor Guillén luego del café que compartieron. Diez años sin apenas verse y en tres cuartos de hora se lo soltó todo, de golpe, sin guardarse nada, como si hubiera vuelto al ... tartán y necesitara protagonizar un último sprint.
-En serio, Íñigo, volver, en tu categoría actual, te puede dar la vida. Eso de comentar para las televisiones está bien, pero los dos sabemos que no es más que un parche, que no llena.
Íñigo aumenta el ritmo tras cubrir el primer kilómetro. La memoria viene en su auxilio, y aunque ha hecho los cálculos, sabe que tiene muy difícil cumplir con los tiempos en los cuatro miles que le faltan, y que esa meta no va a estar aguardándole siempre. Por no hablar de que la carrera urbana está siempre llena de sorpresas y obstáculos móviles.
Además, tomando como referencia la puerta del hospital, salen unos cinco mil doscientos, una propina envenenada que es mucho más que una última curva de pista. El semáforo tarda en cambiar y él no se conforma con trotar en el sitio, gira la cabeza a ambos lados y atraviesa la avenida forzando el paso, como si lo suyo fuera el hectómetro, y logra que solo un par de bocinazos le amenacen una vez que ha pasado.
Bocinazos menos agradecidos que aquellos de su último europeo, cuando hasta los suecos, siempre tan fríos, convirtieron la final en un espectáculo de ruidos constantes. Ahora no le ensordecen como aquella tarde, cuando el último ochocientos se le empezó a atravesar y las piernas a clavarse hasta ver cómo Kibpetra le rebasaba, con esa zancada fibrosa que siempre han tenido los keniatas.
Mira el crono y decide atajar por La Arboleda, asumiendo el riesgo de cambiar los coches por las bicis y los corredores domésticos. Podría confundirse con ellos, hoy que ni siquiera porta su indumentaria, hoy que hasta el calzado le empieza a pesar, casi tanto como los bolsillos. Aprieta los dientes y acelera un poco más. Si ha huido del tráfico no es para que los recuerdos ahora le vayan poniendo freno.
El freno ya se lo empezó a poner el tiempo aquella tarde de Goteborg, el tiempo y la voluntad de Romen en los últimos doscientos, que le relegaron a su bronce más amargo. En el podio aún no sabía de esa amargura, fue en el avión de regreso cuando le tiraron a la cara la ausencia de futuro, en aquella conversación en la que Ortigosa, el presidente federativo, le despedía de forma extraoficial de la alta competición: «Un oro habría sido otra cosa, la edad pasa factura, esto es como una empresa en la que nos piden cuentas de resultados…». Él ya sabía que cuando los elogios se formulan en pasado es que ha llegado el retiro, pero aquel tipo ni siquiera esperó a que hubiera regresado junto a los suyos.
La salida de La Arboleda es un cuello de botella, e Íñigo tiene que zigzaguear sin tregua, añadiéndole un nuevo retraso a ese crono más implacable que nunca, anidado en su muñeca mientras se alterna con la llegada de otro wasap. No se molesta en intentar leerlo, la sombra de los diez minutos avanza sin conceder un respiro y él comienza a pensar que ha sido un ingenuo al creer que podría hacerlo en un cuarto de hora. En pista quizá sí llegara, sin estorbos, concentrado como debería, pero aquí hay demasiados condicionantes.
El primer pinchazo le asalta al entrar en la Glorieta General, pero no es físico, es el rostro de Amparo, reclinada en el sillón junto a la máquina, recibiendo su beso y la promesa de que volvería pronto. Hay pájaras que no se pueden prevenir, pero también hay carreras a las que no se les puede volver la espalda.
Después de Suecia estuvo meses sin entrenar, replanteándoselo todo, desde las primeras becas recibidas hasta la mísera subvención que ministerio y federación le habían concedido, no sin intentar antes un regateo eterno. El contrato con aquella cadena privada fue un respiro, pero no suficiente, sobre todo ahora, con lo de Amparo, y la situación de su hija Carlota. Y luego estaban las palabras del doctor Guillén, aquello no llenaba, pero tampoco había podido cerrar del todo lo del club de seniors, ni la oferta que le habían puesto sobre la mesa para compatibilizar la competición con el puesto de entrenador.
Son mil metros nada más, pero el crono le avisa de que ya ha sobrepasado los doce minutos, la cifra mítica con la que soñaban todos y que a él una sola vez le concedió sus mieles, por apenas unos segundos pero que aún le permiten mantener el récord nacional.
El cinturón aprieta, los bolsillos pesan, las zapatillas de paseo no se levantan con agilidad pero tiene que esprintar como sea. Va a haber retraso, eso lo tiene desgraciadamente claro, pero en su ánimo está evitar que sea muy largo. Estira la zancada, abre el pecho como hacía tiempo, incluso cabecea como en los malos momentos, y no le gusta, pero le parece poco precio para alcanzar una meta que va creciendo poco a poco ante sus ojos. Ahí están la verja, los coches aparcados, la puerta, la pequeña multitud. Los sonidos se amortiguan, en los últimos quinientos metros parece que le falta el aire. Para cuando decelera, ve aquella silueta que se le va echando encima, recortando la distancia que los separa.
-¡Abuelo! ¡Qué bien que has venido!
Jorge se abraza a sus piernas mientras el resuello de Íñigo intenta regresar a la normalidad. Los sonidos vuelven a su ser, encabezados por la melodía del teléfono y la voz aliviada de Carlota.
-¿Te dio tiempo, papá? Gracias, no sabes de la que me has librado, me han doblado el turno a última hora y no pude avisarte antes. Llévale a merendar, porfa, ah, y dale muchos besos a mamá, dile que al próximo ciclo de la quimio la llevo yo sin falta.
Texto Antonio Parra Sanz
Interpretación Daniel Aparicio
Realización y montaje Iván Rosique
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Interpretado por Alfonso Martínez, alumno de Arte Dramático de la ESAD de Murcia
Interpretado por Tony Suárez, alumno de Arte Dramático de la ESAD de Murcia
Interpretado por Salomé Martínez, alumna de Arte Dramático de la ESAD de Murcia
Interpretado por Irene Martínez, alumna de Arte Dramático de la ESAD de Murcia, y montaje sonoro de Iván Rosique
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