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Cuenta Guillermo Sánchez, contramaestre cartagenero, que si posas la mano sobre un barco, le oyes el corazón. «En un velero escuchas los palos, el gruñir de las velas, los latigazos del trinquete y, de pronto, algún crujido fuera de lo normal». A los 14 años clavaba sus ojos en el trasiego de naves del puerto de Cartagena, mirando al infinito, como un Marlow inquieto por partir.
Logró embarcarse como mozo de cubierta en el pailebote 'Iciar de Chacartegui', que transportaba fosfato de Cartagena a Tarragona. «Hacía agua por todos lados», sonríe el marino, 44 años entre océanos y vientos.
Diario de a bordo
Propuesta: Camina hasta el norte de la playa de La Azohía, donde las piedras son de colores.
Sabor a mar: Arroz meloso de mero con almejas, de Pepa García en Lonja Mar Menor (Santiago de la Ribera).
Vecinos del sótano: Los peces de hielo de la Antártida poseen una proteína en la sangre que actúa de anticongelante.
Tres décadas en la Marina y aventuras por decenas a bordo de cargueros y remolcadores, Guillermo es además maestro calafate y velero, experto en cabuyería y contertulio del mar. «Nunca debes achicarte, porque te sale un temporal en cualquier momento», dice quien ha sido náufrago y salvador. Ha cruzado 19 veces el Cabo de Hornos, y 24 veces el de Buena Esperanza. El Estrecho de Magallanes abría su pecho cuando pasaba Guillermo en el 'Hespérides'.
Entró en zódiac por el último pasadizo del Atlántico y salió por la puerta del Pacífico para recoger muestras para la ciencia. Ha pescado meros negros en el Círculo Polar Ártico y sabe lo que es no pisar tierra en cien días, solo avistando cielo y agua. Y los temporales llegan, tarde o temprano, siempre llegan.
Rafael Alberti
Con su perenne barba, que fue tizona y se volvió blanca como la cresta de las olas, y el cigarro recurrente, no duda al elegir su temporal más endemoniado. Golfo de León, 1991, Guillermo gobernaba un remolcador de altura que aún le eriza la piel al recordar. «Tenía todo grande, los grilletes pesaban 80 kilos», cuenta con su barbilla humeante de tabaco rubio. Escoltaba a la réplica de la carabela 'Santa María' en dirección a Marsella, cuando a la mar se le agrió el carácter. «Nos cayó la del pulpo», resume.
Con la ola larga de Cabo de Hornos también pensó que la vida se le escurría por el gran desagüe del océano, pero Guillermo nació con piel de ballena. Mientras una tempestad vapuleaba a la tripulación como canicas en una bolsa -«he visto a gente pidiendo que los mataran por culpa de un mareo en alta mar»-, cuenta-, él engullía lentejas sin perder ripio.
«En mis informes ponían 'tiene lenguaje brusco y poco pulido', pero en lo demás, la máxima calificación», se observa a sí mismo con catalejo. En la pared, la medalla al Mérito Militar con Distintivo Rojo le recuerda que no es de los que se achantan.
«El mar me ha enseñado a ser persona», admite. No podía ser de otra manera. Cuarta generación de marinos, se le iluminan los ojos cuando le mentas los picos del Estrecho de Niumayer mirándose en el agua. En su descanso en el barrio de San Félix, cruza los pies en dique seco, pero la cabeza viaja aún entre icebergs.
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