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Monumento al Tamborista de Mula. Iván Rosique
Con actitud de búsqueda
Peregrinación a Caravaca de la Cruz (VI)

Con actitud de búsqueda

Cuarta etapa del Camino de Levante a pie, desde Mula hasta Bullas

Viernes, 2 de agosto 2024, 00:26

Afronto el penúltimo tramo del Camino de Levante completamente machacado, tanto física como anímicamente. La jornada anterior, que me llevó a cruzar el desierto entre Alguazas y Mula como un Lawrence de Arabia murciano, me dejó con la piel en carne viva y el cerebro fundido dentro del cráneo. En esta ocasión el trayecto hasta Bullas es de «apenas» 21 kilómetros, lo que se traduce en que debería ser capaz de completar la etapa en unas cinco horas, frente a las seis o siete horas que tardé en finalizar las tres anteriores. Por supuesto, no todo es tan fácil. La trampa está en que, a cambio, el terreno es más exigente. No me importa. Prefiero escalar el Everest antes que volver a arrastrarme por los páramos arenosos de Campos del Río y Albudeite.

Como voy bien de tiempo, aprovecho para darme un paseo por el casco histórico de Mula. No puedo dejar el pueblo sin ponerme al día con el sellado de mi credencial de peregrino, una obsesión que me acompaña como si el obispo me fuera a premiar con un bono de fisioterapia si consigo completar la cartilla. Primero pruebo suerte con los puntos de sellado eclesiásticos, pero su disponibilidad sigue sin ser demasiado compatible con los rigores del peregrino.

Detalle del casco antiguo de Murcia. Iván Rosique

Tras encontrarme con la enésima iglesia cerrada, barajo ser víctima de algún tipo de castigo divino por profanar el sagrado Camino de la Vera Cruz con mi impía presencia, ya que la única Biblia a la que rindo culto es 'El Señor de los Anillos'. Lo descarto. Es apto para recibir la 'caravacensis' cualquiera que realice el peregrinaje «con sentido cristiano o en actitud de búsqueda». No lo digo yo, lo dice el obispo. Y aunque no tenga mucho sentido cristiano, actitud de búsqueda me sobra. Llevo más de cinco años registrado en Tinder, así que sé un par de cosas sobre búsquedas desafortunadas.

Mi siguiente destino es la oficina de turismo de Mula, donde su laico horario de atención al público les obliga a recibirme. La actitud de búsqueda se me cae al suelo cuando me encuentro detrás del mostrador a un ángel de arrebatadora sonrisa que ha descendido de los cielos para atenderme. Su mirada me desarma por completo y, mientras me sella la credencial del peregrino, trato de buscar alguna frase ingeniosa con la que caerle en gracia. Sigo cavilando, con cara de bobo, hasta que se hace evidente que mi ocasión de causar buena impresión ya ha pasado. «Bueno, pues voy a ir echando a andar», me despido finalmente, antes de que la situación se vuelva demasiado incómoda. «Al menos no he tartamudeado», me consuelo, intentando atribuirme alguna pírrica victoria. Salgo de la oficina arrastrándome como un gusano mientras resuena en mi cabeza la voz de Chiquito de la Calzada llamándome «cobarde».

El forastero

Después de innumerables kilómetros tragando arena por el yermo, la Vía Verde del Noroeste comienza a ser digna de tal nombre conforme voy dejando atrás el entorno de Mula. El paisaje sigue siendo indudablemente de secano, pero han vuelto los huertos de limoneros e incluso hay algunos árboles de respetable tamaño que me regalan algunos momentos de sombra. Otra característica de la zona son los abundantes chalets con piscinas que miro con envidia mientras me caen las primeras gotas de sudor por la frente. Al mismo tiempo atraigo algunas miradas de desconfianza de moradores que, poco acostumbrados a ver peregrinos rondando por aquellos parajes, concluyen que ese caminante de aspecto desaliñado tan solo puede ser un maleante.

Santuario del Niño Jesús de Balate. Iván Rosique

El cambio de escenario me sienta bien y, antes de darme cuenta, llego a la pedanía de El Niño, presidida por el imponente Santuario del Niño Jesús de Balate. Su modesta fachada frontal da una impresión engañosa sobre las dimensiones totales del enclave, que incluye unos jardines y varios edificios anexos.

El tamaño del templo construido para albergar la imagen del infante me lleva a acordarme del bebé gigante que Alice Cooper saca en sus conciertos, una asociación improbable que me despierta cierta curiosidad por visitar el lugar. Se trata, además, del único punto de sellado eclesiástico entre Mula y Bullas, así que la parada no admite discusión.

Para sorpresa de nadie, el Santuario del Niño se encuentra cerrado y ni siquiera puedo llegar hasta los jardines, donde un tosco alambre me impide abrir la puerta. Decido rodear la muralla del complejo hasta que encuentro una parte lo bastante baja como para colarme. Perdida la oportunidad de recibir el sello y de visitar el templo, me dirijo hasta un edificio marcado con el letrero de 'aseos' con intención de al menos hacer uso clandestino de los mismos, pero me encuentro con otro cerrojo impenetrable que me obliga a recurrir a un huerto de limoneros cercano. Las puertas de los retretes de Dios también están cerradas para mí.

Antiguo túnel del ferrocarril. Iván Rosique

Murciélagos y lagartos

Aunque no hay ningún río que seguir ni abundan los carteles informativos por una etapa que comienza a elevarse, el tramo por las proximidades de Sierra Espuña tampoco admite pérdida. El camino sigue el antiguo trazado de las vías del tren, todavía perfectamente reconocible, a pesar de que el pasado ferroviario de la zona hace mucho que quedó olvidado. Aún quedan algunos vestigios, no obstante, como los túneles ennegrecidos por el hollín que atraviesan las montañas. Uno de ellos es tan largo y oscuro que resulta estar poblado por murciélagos. Bien ocultos entre los recovecos de la roca, no llego a verlos, aunque sí puedo escucharlos protestar, poco acostumbrados a que zancadas humanas amplificadas por el eco interrumpan su siesta.

La belleza del entorno ameniza una subida que resulta no ser tan dura como me temía. Al llegar a la zona más alta me sorprende otro viejo apeadero abandonado. Una puerta tapiada me impide el paso, pero también a los vándalos, lo que explica el buen estado en el que se conserva el edificio, a pesar de que ha transcurrido una generación desde que el último tren cruzó esas montañas. Allí se encuentra también, a la sombra de los pinos, la mejor zona de descanso de la jornada, dotada con bancos, mesas de madera e incluso una papelera, un raro lujo que todo peregrino hará bien en aprovechar.

Panorámica de un campo de viñedos al cruzar un viaducto del río Mula. Iván Rosique

El colofón al alto valor paisajístico de la zona lo pone, poco después, un viaducto del río Mula. Aunque no hay ni rastro del río, el puente ofrece unas vistas privilegiadas del impresionante paisaje. Eso sí, conviene no emocionarse con los selfis, puesto que la barandilla es peligrosamente baja y un descuido puede acabar regando los viñedos con materia craneoencefálica.

El viento silba al cortarse contra las hojas de un mar de viñedos alineados a lo largo de varios kilómetros. Tanto es así que si uno avanza con los ojos cerrados puede confundir el sonido de las rachas con el rumor del mar. El camino continúa apacible por las fincas, pero también sin anécdotas con las que enriquecer una travesía cuyo momento más emocionante tiene como protagonista a un enorme lagarto ocelado que cruza el camino como un relámpago.

Los últimos kilómetros de la cuarta etapa del Camino de Levante pueden llegar a hacerse complicados. Más que por el cansancio acumulado, la sucesión interminable de viñedos sumerge al caminante en una sensación de monotonía que golpea con fuerza después de atravesar la mayor variedad de entornos hasta el momento. Una bofetada de aburrimiento que, no obstante, fuerza al peregrino solitario a quedarse a solas consigo mismo, una rara oportunidad que habitualmente nos niega el frenético ritmo de la vida hiperconectada. Del mismo modo que las mejores ideas se nos ocurren mientras conducimos o sentados en el trono del señor Roca, los tramos más coñazo del recorrido son también un buen momento para obligarnos a reflexionar sobre cosas que solemos evitar con el ajetreo de la rutina diaria. Quizá eso sea, después de todo, la actitud de búsqueda a la que se refiere el obispo, y no escanear atentamente cada metro de terreno por si a alguien se le ha caído algún billete de 50 euros.

Panorámica del paisaje de montaña y antiguo apeadero de La Luz, junto al viaducto del Río Mula. Abajo a la derecha, un lagarto avistado en los campos de viñedos cercanos a Bullas. Iván Rosique
Imagen principal - Panorámica del paisaje de montaña y antiguo apeadero de La Luz, junto al viaducto del Río Mula. Abajo a la derecha, un lagarto avistado en los campos de viñedos cercanos a Bullas.
Imagen secundaria 1 - Panorámica del paisaje de montaña y antiguo apeadero de La Luz, junto al viaducto del Río Mula. Abajo a la derecha, un lagarto avistado en los campos de viñedos cercanos a Bullas.
Imagen secundaria 2 - Panorámica del paisaje de montaña y antiguo apeadero de La Luz, junto al viaducto del Río Mula. Abajo a la derecha, un lagarto avistado en los campos de viñedos cercanos a Bullas.

Bullas, tierra de vinos

Conforme llego a las inmediaciones de Bullas agoto mis últimas reservas de agua y no desaprovecho la ocasión de hacer una parada técnica en la primera gasolinera que veo para comprar un refresco a precio de botella de whisky. Me lo bebo en dos tragos y el dispendio se me figura barato cuando mis arterias absorben el delicioso azúcar concentrado que revitaliza mis zancadas. Que venga un 'realfooder' a decirme que es veneno después de cinco horas de caminata bajo un sol de justicia.

Al llegar a la localidad vinícola los lugareños me dirigen nuevas miradas de recelo que me hacen preguntarme qué clase de pintas llevo. Me siento como el forastero que llega al poblado en una película del Oeste y de pronto deseo muy fuerte tener un caballo y, sobre todo, el poderoso mentón de Clint Eastwood.

Quizá Bullas no me reciba con la calidez humana que esperaba, pero me ofrece algo mucho mejor. Algo imposible de encontrar en el centro de Murcia: una fuente pública de agua potable que funciona. Con la boca pastosa, acudo a ese manantial como un desesperado para recargar mis botellas y refrescarme la cara.

Antiguo edificio en el centro de Bullas. Iván Rosique

Atendida mi necesidad más acuciante y de nuevo en terreno civilizado, llega el momento de engrosar mi colección de sellos. La oficina de turismo de Bullas solo abre por la mañana, así que queda descartada. Sin muchas esperanzas, me dirijo hacia la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, el segundo punto de sellado de la localidad. Mi alegría al ver las puertas abiertas dura poco. Dentro me encuentro al cura con un grupo de chavales haciendo un ensayo de la primera comunión, así que me vuelvo a guardar la credencial de peregrino en la mochila con resignación.

Llegados a este punto, la mejor manera de zanjar la jornada es recorrer unos cuantos kilómetros para pegarse un chapuzón en el Salto del Usero, uno de los rincones más bonitos de la Región, que se encuentra a poco más de media hora del centro de Bullas. Como no me he traído bañador y no es plan de montar un escándalo, opto por refrescarme en uno de esos entrañables bares de pueblo, donde unos parroquianos están hablando de fútbol. «Los del Real Madrid son todos unos hijos de puta», sentencia uno de ellos con autoridad. Espero algún tipo de desarrollo o argumentación, pero el tipo permanece en silencio, con la mirada fija en el fondo de su vaso vacío y la nariz roja como un tomate. Hay cierta solemnidad en el momento y ya no sé si está borracho como un piojo o es un monje budista que ha regresado de un retiro espiritual creyéndose en posesión de la verdad absoluta. Sea como sea, un brindis por la gente sin miedo a expresar opiniones impopulares, aunque me haya perdido el contexto.

Monumento al Viticultor, en Bullas. Iván Rosique

Al salir del bar me percato de que hay un señor tumbado en un banco, situado precisamente junto al monumento al viticultor que adorna la plaza de la iglesia. Me detengo un momento para ver si necesita ayuda, pero rápidamente me doy cuenta de que no se ha desvanecido por el calor sino que anda perjudicado por otros motivos de carácter más ludofestivo. Queda patente que la fama de Bullas como municipio vinícola no solo le viene por la elaboración de buenos caldos, sino también por la afición a consumirlos.

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