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A menudo sorprende la vida desatornillada de gente que parecía tenerlo todo para ser feliz. Le pasó a Billie Holiday, de la que se me quedó grabada una cosa: le gustaba mucho Louis Armstrong, tanto que se hizo cantante por un motivo más que digno: ... siempre quiso cantar como Armstrong tocaba. Y bien que lo logró. El problema es que vivió cada año como si fuera el último: por cada uno de los demás, ella cumplía cinco. El resultado es que a los 44, poco antes de morir, tenía el rostro seco, el cuerpo molido por la mala vida y una cartera convaleciente, vampirizada por la carroña que casi siempre la rodeó. Sí, tendría que haber sido más sagaz para pegarse a gente más eminente, pero resulta triste que alguien con su talento no haya sido capaz de ser más dichoso.

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