Alcanzo ahora uno de mis momentos favoritos del año, que es la víspera del viaje, ese espacio de tiempo en que confundo los nervios con las ansias y comienzan a tomar forma planes que me esfuerzo en no definir del todo. Defiendo la idea de ... que el futuro se convierte en pasado en el momento en que ya no cabe improvisación en él. Por eso me felicito mientras reviso el diseño de una larga escapada y constato que sigo sabiendo únicamente dónde dormiré las dos primeras noches de más de veinte. El resto del viaje es ahora mismo apenas una sucesión de líneas e itinerarios posibles que atraviesan pueblos que todavía no soy capaz de pronunciar. Y quién sabe si nunca.

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La inconcreción de la ida nunca me despierta ni la mitad de inquietud que la del recorrido inverso, porque uno decide cuándo, de dónde y cómo se va, pero volver... Ah, volver es otra cosa.

Que se lo digan a los dos astronautas de la NASA que viajaron al espacio el pasado mes de junio para ocho días y no regresarán a la Tierra hasta 2025 por un problema técnico. O a Carles Puigdemont, que un día se metió en un maletero para esquivar un problemilla que tenía, y siete años después ha hecho del maletero una forma de ser.

En toda partida se asume la posibilidad de que el origen haya cambiado al terminar el trayecto. O más aún, que el que haya cambiado seas tú. Tantas veces salimos para un momento y se convierte en toda la vida que es mejor no dar la restauración de los días a su estado anterior por hecha.

Sé que en cada lugar donde me pierda, donde cambie de parecer, donde devore platos sin nombre, estaré abriendo las ventanas a un cambio sin saber si viene ni por dónde. Desempacar en casa, sacudirse el polvo, reubicar tus pertenencias es final pero también es principio. Y eso está bien. Los únicos viajes que merecen la pena son esos de los que no regresas incluso cuando ya has vuelto.

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