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Posa. Fotografía. Vuelve a posar. Otra foto. Mejor una ráfaga. Edita: luz, encuadre, brillos... También la piel, la cara, la tripa. Difumina esas arruguitas de expresión, aumenta un poquito más el grosor de tus labios, marca el pómulo, agranda la mirada, broncea tus piernas, afina ... la barbilla. Y ahora sí: publica. Este es el patrón que miles de jóvenes (y no tan jóvenes) siguen en redes sociales cuando comparten una imagen personal.
Son muchos los estudios que se han realizado sobre cómo afectan las redes sociales a nuestro comportamiento, salud y autoestima. Detrás de cada instantánea no solo se esconde una variedad de filtros y de aplicaciones de edición, subyace asimismo el ansia de la validación externa y el deseo de asemejarse a los principales referentes. Ahora no nos conformamos con ser aceptados: queremos ser aceptados siempre y cuando nuestro 'yo real' se adapte, se discipline y, en consecuencia, se diluya, ante un 'yo digital, filtrado, editado, ficticio'.
La presión por ser 'perfectas' se ha reinventado. Luchamos por encajar y, a la vez, nos odiamos en este proceso. ¿Qué coste tiene esto para nuestra salud mental? ¿Nos hemos vuelto excesivamente dependientes de nuestra imagen? Usamos la tecnología para sentirnos cerca de los demás mientras nos alejamos de quiénes y cómo somos.
Es curioso que en la época donde más se celebra el 'body positive', donde más se reivindica la disidencia ante el ideal de belleza y la tiranía estética, haya tantas personas manipulando la imagen que les devuelve el espejo. La distorsión de las imágenes y el consiguiente refuerzo social, que solo aplaude nuestro físico, es un nicho para la insatisfacción corporal, los problemas de la conducta alimentaria (TCA) y la autoestima. No seamos ingenuos: el problema no reside exclusivamente en las posibilidades de la tecnología. ¿Cuánto se invierte en salud mental para evitar este tipo de obsesiones y frenar semejante tendencia?
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