Vuelve la Liga. Vuelve el tormento para los cuatro que no soportamos vernos rodeados cada día por conversaciones interminables sobre Mbappé, Vinicius, Lamine, Florentino y la madre que los parió.

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A mí no es que el fútbol me aburra -que también-, es que me sienta ... como a un vampiro una sopa de ajo. Se trata de una aversión visceral que se remonta a la más tierna infancia, potenciada por una serie de hechos trumáticos y por la observación, ya en la madurez, de los casos de corrupción, homofobia, machismo y racismo que todavía siguen enfangando el mundo del baloncito.

Irónicamente, cuando era pequeño no eran pocos los vecinos que me intentaban inculcar algún tipo de pasión futbolística apelando a los logros de mi abuelo, que en sus tiempos era bastante bueno. Por lo visto llegaron a ojearlo del Valencia o el Real Madrid -la versión variaba según quien me lo contara, ya saben ustedes cómo son las habladurías de los pueblos-, hasta que estalló la Guerra Civil y se desvaneció la oportunidad de vestir una camiseta profesional.

Si estoy para escribir esto es porque el tío logró salvar el pellejo de pura potra en la batalla del Ebro -dejo esa historia para otra ocasión, que tiene su cosa-. Tuvo que pagar un alto precio pero mejor eso que una zanja. Cambió los campos de fútbol por los campos de trabajo de Francia, y allí enterró sus aspiraciones deportivas, aunque no su pasión por el 'furbo'.

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Un día mi abuelo me regaló una hucha electrónica del Real Madrid y, aunque ya detestaba el fútbol, no tuve que fingir la ilusión que me hizo. Todavía la guardo como un tesoro. Cuando insertas una moneda suena el himno del club. Aún le echo un euro de vez en cuando para volver a escucharlo. Jamás seré el nieto futbolero que habría querido, pero esa hucha de plástico contiene toda la nobleza que perdió el deporte cuando se convirtió en negocio.

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