Quizás no se necesiten 500 páginas para escribir algo que nos remueva los cimientos y nos haga reflexionar. A Pedro González Carranza le bastaron diecisiete líneas para expresar, en una emotiva carta a la directora de EL PAÍS, el desgarro que sentía por la muerte ... de su esposa y su queja ante una sociedad anestesiada ante el dolor ajeno.

Publicidad

Hace un par de meses, coincidiendo con el aniversario de la muerte de su Núria, escribió ese texto para honrarla, para relatar lo extraordinaria que había sido su esposa, para contar, en pocas líneas, una bellísima historia de amor, un instante que duró 45 años.

La primera y la última frase de esta carta fueron: «Hace un año murió mi esposa. (…) Nadie se ha acercado a preguntar si me pasaba algo».

Pedro, tras llorarla hasta la extenuación, se quejaba de la falta de empatía y deshumanización de nuestra sociedad actual, pero también lanzaba una llamada de socorro desesperado de nuestros mayores, cada vez más inmersos en una cruel soledad.

Y no solo es ausencia de empatía, también es que no sabemos cómo lidiar con las emociones ajenas. Ver sufrir produce angustia y a veces es mejor vivir de espaldas al dolor. Inexorable constatación de que la tristeza ahuyenta y el precio a pagar es la desvinculación y la soledad.

Publicidad

Vivimos rodeados de gente, en un mundo cada vez más conectado, y, al mismo tiempo, más individualista, insensible y deshumanizante.

«Me callaré, me apartaré si puedo con mi constante pena, instante, plena, a donde ni has de oírme ni he de verte», decía Miguel Hernández.

Sin embargo, en otras ocasiones, nada tiene que ver con el desinterés o la falta de empatía. A veces por pudor, prudencia o respeto, no encontramos el momento adecuado para brindar unas palabras de afecto que reconforten. Y bastan muy pocas.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Infórmate con LA VERDAD: 1 año x 29,95€

Publicidad