Decía Harry Callahan en 'La lista negra' que «las opiniones son como los culos, todo el mundo tiene uno». Y ejemplo de ello, la infinidad de columnas de opinión que cuajan nuestra prensa escrita a diario.

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Por un lado, está el columnista de pose atormentada, ... una suerte de donjuán irredento que arrastra una legión de groupies enamoradas de una prosa intensa que encadena una subordinada tras otra. Con un ego desmedido, aspira a ser el Ray Loriga de su generación quedando, en ocasiones, como simple personaje de Pantomima Full.

Después hay otros que utilizan su columna semanal cual púlpito de la Iglesia del Saber que Hacer, desde la que arengan a sus fieles acólitos diciéndoles qué pensar o cómo actuar siempre desde el lado correcto de la historia.

Por suerte, también hay columnistas frescas, que desengrasan la actualidad y manejan su pluma con la destreza que da ir de Amador Mohedano a Baudelaire sin despeinarse, con un abanico cultural tan amplio que dejan fuera cualquier prejuicio o estereotipo.

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Y entre todos ellos destacan los columnistas que escriben desde la entraña, esas columnas que se te quedan pegadas a la piel y que contienen frases que te tatuarías. Esas que terminas de leer y te quedas con la mirada perdida y los sentimientos escapándose a borbotones. Benditas sean estas últimas.

Pero los peores de todos son los columnistos. De tinte político, escriben sus columnas con el carnet de afiliado entre los dientes, exponiendo opiniones de barra de bar desde el fanatismo y la propaganda. Estos son los más peligrosos por lo que calan sus mensajes. Y ya hay demasiada furia y crispación en este país en esto de opinar.

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Y luego estoy yo, que entre el síndrome del impostor y el del folio en blanco, no me caben más síndromes delante de esta primera columna de verano. Por suerte no soy columnista, sino una mera juntaletras y no tengo que decir donde encajar. Que Clint Eastwood me ayude.

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