Los campaneros vivían en las grandes catedrales de las ciudades importantes en una casita estrecha, de apenas dos metros, que solía estar situada entre campanario y cubierta. Algunas a casi cien metros de altura. No bajaban nunca. Vivían allí con sus familias, o solos. Así ... que vivían en los tejados, entre gallinas y animales que tenían sueltos en las alturas. Nadie vivía tan alto como ellos en aquella época, ni tan apartados. Se jubiló el último allá por el fin de los 60 y su relación con el mundo era incómoda como poco, breve las más de las veces, y sobre todo lejana. Lejana de verdad. Por un lado, el pequeño sociópata que vive en mi corazón envidia tal suerte. Obligado por el trabajo, condenado a cada hora a estar en su puesto, y más si había que tocar a muertos, o dar alguna noticia con sus claves sonoras, secretas y comunicativas. Un sueño. Y, por otro lado, el curioso que vive en mí, en la parte que deja el sociópata, se descubrió el otro día ante la imagen de unos papeles que explicaban las notas de las campanas en un viejo papel. Fa, Do, Re, respondiendo, supongo, a la zona exacta en la que se golpeara con el badajo, o con la maza. Retirarse lejos de la gente. Vivir en alto. Tener las mejores vistas de la ciudad. Aprender un lenguaje nuevo. Dejar un legado mayúsculo y maravilloso que se deshará con la última campanada que des, porque eres el cierre de tu oficio. Y fin. Yo me apunto.
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