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Estamos en Gandía, en Torrelavega, en Murcia, en la Costa da Morte, en Cádiz, en Extremadura. Siempre un niño nos mira. Está siempre detrás de una valla. De una valla de publicidad de La Fallera, de Kas, de Negrita de Red bull, y estamos en ... una ciudad, y ese niño nos mira en un escenario, es un escenario de un festival, de un concierto, de unas fiestas de pueblo de un evento de marcas, nos mira. Todo el rato. Todo lo que dura la prueba de sonido. El sol no llega al escenario, pero sí a la valla amarilla, de la plaza, del pueblo, en la que el niño está apoyado, y nos mira. ¿Qué pensará el niño? Tal vez nos mira por si nos conoce, si le sonamos de la tele, esa lejanía y a la vez familiaridad que da subirse a un escenario y que te miren desde abajo.
Yo también miraba a los músicos cuando venían al pueblo. Husmeaba. Miraba. No entendía nada del misterio. Luego los misterios se develan, se les levanta el velo como el viento de finales de agosto hace con las faldas. Pero no siempre es así. No todos los niños acaban subidos a un escenario. Tal vez este niño no quiera en verdad nada de esa magia, ni de esa música, ni quiera aprender a tocar esos instrumentos extraños que aporrean los hombres de los pelos de colores.
Pero tal vez sí. Tal vez, detrás de esa valla, mirando, sienta la curiosidad y las ganas de mundo. Y tal vez, dentro de quince o veinte años, él esté allá arriba, siendo mirado por otro niño que mira a hombres de pelos de colores que una vez fueron niños detrás de la valla. Tal vez, solo por eso, por un niño entre un millón, detrás de la valla, merezca todo esto la pena.
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