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Palidecen los azulejos con el reflejo de nuestros ojos, que miran avergonzados a las fachadas modernistas, de reja en filigrana y de regusto rococó, excesivo y ostentoso, con tal de no fijar la mirada demasiados segundos en las transeúntes, atlánticas, mestizas, libérrimas, que, las cosas ... como son, nos devuelven también en alto grado los vistazos al pasar.
Y el fado es un aroma que no terminamos de alcanzar, nos frenan las cenas y las cuestas y no parecemos llegar nunca al destino del que brota la música.
Cargamos los gemelos y descansamos en los portales, nos ofrecen errores a cada paso, en cada esquina, y no nos atrevemos a sacar la carta de la baraja, por temor a que una mala jugada nos arruine la verbena. Y aún así se acaba la noche, se pierden los compañeros, se terminan las baterías y se camina en círculos sin conseguir dar del todo en la diana.
Somos perros del amanecer removiendo los tachos de basura, mendigando el licor, buscando una mesa libre, un baile fácil, una sombra fresca, una risa cómplice.
Yo pienso siempre, como en cada ciudad, como sería ahí mi vida, unos pocos meses, algunas semanas, unas canciones, unos libros que garabatear, como sería yo buscando a Pereira, el de Sostiene, en aquellos bares de limonadas y guitarras portuguesas.
Sería otro, sería distinto, o tal vez sería el mismo personaje que anda paseando por estar tierras casi cuarenta vueltas al sol.
Y hoy vuelvo al Mediterráneo a cantar habaneras, otra vez de puerto en puerto, de ausencia en ausencia, pensando en los daños hechos, los años invertidos, los amigos mantenidos y los perdidos, y como no, en los amores mecidos al son de las olas, aquí y allá, mientras palidecen los azulejos con el reflejo de nuestros ojos.
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