Te veo ahí, en un espejo grande y ancho de camerino, rodeado de rutilantes y potentes bombillas. El resto de la banda se mueve por ... detrás. Merienda. Entran los técnicos. Salen los de producción. Estás más viejo. Es normal. No te asusta eso. La edad. El tiempo. Crecer. No te da miedo. No sabrías contar ni de lejos cuántos hoteles o camerinos o espejos te han visto pasar. Pero no te noto cansado. Eso me gusta. Un concierto de una fiesta de pueblo en las que siempre quisiste estar, cantando con tus amigos. Subir a las tablas. Que los borrachos del pueblo silben para que empecéis. Que miren las niñas. Que se enfaden sus novios. Que mañana nos vamos a otro pueblo. A otro hotel. A otro lugar.
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El mundo errante del músico es el único mundo que nunca cambia. Es un mundo eterno, distinto e inmutable. Aparte. Te sigue respetando, cerca de tu cumpleaños, la piel. Hace unos días volviste a beber en una semana de vacaciones y en un concierto y te sentiste mal. Te digo que estés tranquilo. Que las piedras están hechas para tropezar, y luego para lanzarlas lejos. Y ahora solo quieres subir a quitarte el mal sabor de boca y tocar canciones con tu banda.
Qué loco todo, ¿no? Llevas tatuados dos gallos que cantan, como aquella vieja canción por la que siempre dices que te hiciste músico. Músico sin saber. Los jóvenes hablan del síndrome del impostor, a ti te parece, simplemente, que hablan de vivir. Admiras a los músicos reales. Amas a los músicos mediocres. Te dejas llevar, es mejor no pensarlo. Van a entrar en nada a decirte que te cambies. Te vistas de estrella. Y subas a bailar. A brillar. A disfrutar. Nunca lo olvides. Tú, el del espejo lleno de bombillas, nunca te olvides de disfrutar el camino. Lo llevas en la piel. Recuerda. Tatuado.
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