Estoy sobre un escenario. En este pueblo hay censados 11 habitantes. Cerca de Burgos. El calor no da descanso. Los acróbatas actúan en la plaza. Luego el malabarista con fuegos. Y al final nosotros. Dos personas y una guitarra. Dos voces y un instrumento. Todo ... el corazón que la gente ha puesto en esto es gigante. Devolver cada pizca de esa pasión es una obligación. Nuestro trabajo. Lanzaremos nuestras canciones bajo la luna de agosto y las luces de verbena. Será lindo. Será cálido. Y seremos tan felices como siempre lo somos sobre unas tablas. Ante la gente. Contaremos nuestras historias de Cuba y el Mediterráneo y cada palabra será importante. Precisa. Certera. Sincera. Todas las noches deberían ser como esta. Son fiestas y asciende a trescientas personas «o así» me dice la persona que nos trae. «Juan, ¿cuántos seremos en verano más o menos?». Y nos quieren y nos cuidan y nos ponen en bandeja la cena y la sonrisa. Han llegado los músicos al pueblo. Han llegado los feriantes y las carrozas. Somos un número más de esta feliz aventura. Las melodías cruzarán entra las calles y las casa bajas de piedra. Las estrellas nos escucharán y volveremos a dejar en el aire nuestras emociones. Para que todos las compartan. Las recuerden. Las bailen al son de una habanera. Apretados. Correrán los niños entre las gentes y de alguna manera seremos aquella orquesta que Miqui Otero contó en su última novela. Seremos los personajes anónimos esas historias. Y recordaremos siempre que tuvimos la suerte de formar parte de esas vidaS aquella noche cálida de verano, donde ardieron las huellas nocturnas de unos viajes musicales que llegaron para cantar su vida a quien quiera escuchar. Nunca podremos dar las gracias lo suficiente.

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