Fachada del chalet de custodia semi-abierta de menores, donde asesinaron a Belén Cortés. EP
Reportaje

Vivir, trabajar y morir en un piso de custodia de menores

Por dentro. Educadores sociales retratan cómo es la cotidianidad en los centros donde duermen los jóvenes en régimen semi-abierto

Sábado, 15 de marzo 2025, 12:34

En el salón de aquel piso, el primer día con los menores que estaban bajo la tutela estatal, una educadora social, que venía de hacer ... prácticas en una clínica y asumía con entusiasmo su primer trabajo remunerado, reunió a los que allí vivían. Después de presentarse, le hicieron la siguiente pregunta: ¿y tú cuándo nos vas a abandonar también? Ella aseguró que duraría con ellos, convencida de poder darles el mismo apoyo afectivo que había procurado en la unidad pediátrica hospitalaria de donde provenía. Contratada para el turno de noche, al poco de apagar las luces, cuando los tutelados debían dormir, una chica intentó suicidarse tirándose al vacío desde la terraza. La educadora renunció al día siguiente. Era un piso de menores tutelados, chicos que no pueden estar con sus familias por distintas razones que convergen en que sus padres no les cuidan y la Administración retira su custodia.

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El caso de la educadora asesinada en Badajoz, Belén Cortés, no sucedió en un piso de menores tutelados (españoles y migrantes no acompañados), sino en uno de «medidas judiciales», un recurso para adolescentes entre 14 y 18 años que tienen una condena dictada por un juez. Unos 20.000 al año, según los últimos datos de la Fiscalía. No están allí los más de 300 que cometen delitos de máxima gravedad, incluyendo homicidios, pero sí los que causan lesiones, violencia doméstica o sexual. No se trata de lugares de «internamiento cerrado», sino un «recurso intermedio» que se ubica en un chalet o piso de «grupo educativo» y convivencia con medidas de régimen «semiabierto», «integrado y normalizado», explica Eva Vargas, secretaria de Organización y Desarrollo Territorial del sindicato USO, en Extremadura, que trabajó en el mismo centro que Cortés durante 15 años.

Al tratar de imponer cierta disciplina llegan «insultos y amenazas como te voy a matar, o te voy a rajar las ruedas del coche»

En turnos de doce horas, por lo general, el educador social, sea hombre o mujer, sigue una rutina diaria que comprende asegurarse que los menores se levantan por las mañanas, desayunan y van a su instituto, si están escolarizados, o hacen con ellos talleres. En la tarde, toca la comida y las horas de estudio o actividades deportivas. Al final de día, ducha, cena y cama. La cotidianidad típica de cualquier madre o padre que atiende a sus hijos cada día. Al menos sobre papel. De día el educador puede hacer equipo con un psicólogo o un coordinador. Sin embargo, «en momentos críticos, como cuando llega la noche, muchas veces es una sola persona la que hace el turno, y si hay algún imprevisto, como alguno que se pone malo y debe ir a Urgencias, esperar a que llegue alguien a cubrirte», sostiene Almudena, educadora social que trabajó en Andalucía.

Cuando cae la noche

De noche, el educador no duerme. Hace un papel de vigilancia «por si a algún chaval le pasa algo, si tiene algún problema, si hay algún disturbio, para que lleguen bien a su hora». Algunos recintos tienen una «oficina», donde pueden resguardarse, aunque «si son dos o tres adolescentes es imposible controlar una situación de conflicto». En esos lapsos «críticos», sobre todo cuando corresponde imponer cierta disciplina o hacer cumplir los horarios, se pueden enfrentar a «insultos, amenazas como te voy a matar, te voy a rajar las ruedas del coche. Les empodera. La contención siempre es por medio de la palabra, porque tratamos de crear un vínculo afectivo», dice Vargas.

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Pero en algunos casos, que pueden suceder «una o dos veces por año», según los testimonios de los trabajadores, llegan «patadas que rompen la tibia y el peroné, cabezazos que producen la rotura del tabique nasal, o mordidas», prosigue Vargas. «Hay muchas bajas por ansiedad, por miedo, por la vulnerabilidad extrema. Estás expuesto a una violencia sistemática».

«Una vez uno de los chavales me quiso agredir», recuerda Almudena, que en esa época tenía 40 años. «Se vino hacia mí con la intención de empujarme, pegarme. Tuve la suerte que otros dos chicos se pusieron adelante y me defendieron, porque yo era su figura materna, los arropaba, les daba las buenas noches, estaba pendiente de sus comidas. Eso hizo que me protegieran, que discutieran con el otro chico, les exigieron que me respetara». En la «lidia diaria» se enfrentan a la «frustración de los adolescentes», dice Almudena. Hace unos días, Belén Cortés no tuvo esa suerte.

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