Sin bar, el pueblo se muere. ¿Dónde vas a echar un rato si no tienes un bar a mano?». Juan José Oliva, de 73 años, lleva tres décadas de alcalde de Bayubas de Abajo, un pueblo de Soria de 150 vecinos donde la tasca, como ... en tantos otros rincones de la España despoblada que brega con la soledad y los silencios, es más, mucho más, que una barra desde la que despachar cafés y botellines de Mahou. Es el epicentro de la vida social, el lugar donde todo sucede, donde los vecinos se ponen al día, el mentidero donde se ríe, se charla e incluso se despelleja al ausente, donde se dan los recados, se dejan medicinas, cartas y el último paquete de Amazon, donde se pasa lista y salta la alarma si falta alguien, donde echar la partida de tute... en definitiva el refugio donde los vecinos tejen su verdadera red social, su Facebook de andar por casa, su punto de referencia.
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Para estos pueblos pequeños y dispersos que configuran la España rural, el bar es la alegría de la huerta, el pegamento que mantiene unidos a sus escasos moradores. «En los pueblos pequeños tiene que haber un bar para que la gente conviva y se vea, para que haga sus tertulias mientras juega al mus o cotillee y critique al alcalde, aunque yo ya no me asusto por nada», bromea Oliva.
Como otros regidores, Oliva, que se ha dedicado toda su vida a la agricultura, aplaude la iniciativa de la Junta de Castilla y León de subvencionar hasta con tres mil euros los bares de poblaciones inferiores a los 200 habitantes para financiar gastos corrientes (agua, electricidad, gas, internet, plataformas de televisión...) vinculados al mantenimiento de estos centros de ocio y convivencia, «que cumplen un servicio de carácter social y una función asistencial porque también evitan la soledad no deseada». Así lo reseñó el consejero de Presidencia de Castilla y León al presentar en junio la iniciativa en La Santa Espina, una pedanía de Valladolid de 75 almas, donde el bar, como describe su alcalde, Luis Miguel Puerta, es «el centro neurálgico». «En nuestro bar se despacha el pan, si la farmacéutica lleva unas medicinas a casa de un vecino y no está, pues se quedan en el bar. Si va a venir el podólogo organizamos la lista en el bar, y si la monitora del aula de cultura no puede venir, se pasa la actividad al bar. Si hay que pedir ayuda, sabes que en el bar siempre va a haber alguien que te puede atender. Y al final esta labor quien más la valora y agradece es la gente de los pueblos pequeños», opina Puerta.
«Aquí somos pocos, pero somos muy de bar», dice Yolanda, de 61 años, los últimos 22 como encargada del bar de San Cebrián de Mazote, también en Valladolid, con cien vecinos censados. «En el bar no hay soledad, nos hacemos compañía, sobre todo en invierno cuando estamos cuatro gatos, y nos distraemos de las rutinas».
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3.260 Pueblos de menos de 200 habitantes
Castilla y León es una de las comunidades autónomas más afectadas por la despoblación rural. Más de 3.200 de sus localidades (ayuntamientos o pedanías) tienen menos de 200 habitantes, por lo que sus bares podrían solicitar la ayuda de tres mil euros que concede la Junta. En Soria, uno de los territorios más 'vaciados', hay 147 pueblos con menos de 200 vecinos, el 76% de todos los de la provincia.
Así que la ayuda de 3.000 euros, como no podía ser de otra manera, ha dibujado una gran sonrisa en la cara de Yolanda, y en la de Jairo, un colombiano de 40 años, que explota la única tasca de Bayubas de Abajo. El Ayuntamiento le cede gratuitamente el local con el compromiso de mantenerlo abierto todos los días del año entre las once y media de la mañana y las once de la noche, salvo en invierno, que cierra algo antes porque, a esas horas el termómetro desciende a los diez grados bajo cero, la oscuridad se traga las calles y los paisanos de Bayubas prefieren cobijarse junto a la lumbre de sus hogares.
Jairo es uno de los 25 colombianos que han desembarcado en los últimos tres años en Bayubas para trabajar como resinero en los inmensos pinares que se extienden alrededor del pueblo. Cogió el bar de rebote. Su hermana, que era quien lo llevaba, decidió regresar a Colombia para cuidar a su madre enferma. El alcalde Oliva se lo ofreció a Jairo, que aceptó convertirse en tabernero, pero sin dejar la resina, su principal sustento.
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«Solo con el bar no me da para mandar dinero a Colombia». Allí ha dejado a su mujer y sus tres hijas. Cuando él no está tras la barra, Leidi, una amiga colombiana le sustituye. Pero esta vez encontramos a Jairo sirviendo unos quintos de cerveza a los primeros parroquianos que entran en el garito tras dos horas abierto. «Ahora en verano hay más movimiento, pero el invierno es largo y se hace duro, con cajas de 40 euros al día», describe. «En invierno toca sobrevivir y ya sé que voy a estar muchas horas aburrido tras la barra, pero este bar, más que un negocio, es un centro social».
El local ocupa un lugar privilegiado frente a la Casa Consistorial. Es espacioso, aseado y ordenado con sus botellas de Soberano, Anís del Mono y Johnnie Walker bien alineadas, su televisión y su banderita de España. Dentro dispone de seis mesas y otra media docena en la terraza sobre la que revolotean los vencejos. Hay wifi gratis y varios radiadores calentados por una caldera de leña que se enciende de octubre a mayo. No sirven menú («comprar comida con tan pocos clientes es jugársela») salvo en las fiestas de Santa Águeda, el 8 de agosto, y el aperitivo se limita a un plato de olivas o de patatas fritas y cacahuetes, y un extra los fines de semana a base de torreznos sorianos a los que Jairo da un picante punto latino. Los precios, claro, no son los de la capital, pero tampoco están tirados. Un café, 1.30 euros; una caña, 1.40; un vino, 1.50, un cubata cinco pavos, y el plato de torreznos, 3.50. «Ahí te has pasado, Jairo», le provoco. «En Madrid te costarían el doble», me devuelve el zasca.
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«Sin el bar, Bayubas sería aún más solitario. Yo creo que mantiene el pueblo vivo», apunta el colombiano mientras Dani, el secretario del Ayuntamiento, cabecea dándole la razón. «Aquí los inviernos son durísimos y si no fuera por el bar los vecinos no saldrían de casa porque son casi todos mayores. Al menos tienen un lugar donde reunirse y pasar la tarde echando la partida», tercia el secretario, que ya ha tramitado la solicitud para que Jairo pueda optar a la ayuda de la Junta.
Jairo no olvida mencionar lo de 'te lo dejo en el bar', ese papel que juegan las cantinas como lugar de recepción de paquetes y envíos postales. «Hacemos de repartidores sin problema», sonríe el resinero que valora la tranquilidad y seguridad que ha encontrado en Bayubas. «Aquí puedes dejar el bar abierto y no pasa nada. Hazlo en Colombia y en cinco minutos te lo vacían».
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A las dos del mediodía el bar de Jairo se va llenando de clientela. La 'sagrada' hora del vermú y la sobremesa son los momentos más animados. En un rincón se acaban de sentar Adela, Henar, Aurelio, Juanjo, Maribel, Alejandro y Santiago. Todos jubilados, menos Maribel, que no reside en el pueblo. Jairo los conoce y sabe lo que toman. Coca cola para Adela y Henar, cerveza para Alejandro y Aurelio, un rosado para Santiago... La cercanía en el trato está asegurada. Otra ventaja más.
De repente el mesón se convierte en un enjambre de voces que tan pronto critican lo poco que se paga el kilo de resina, que alaban el mimo con que atiende a sus pacientes don Miguel Ángel, el médico rural, o se recrean con el último chisme del vecindario. «Como no estés presente te hacen un traje rápido», se ríe Adela, de 63 años, que cuenta que en noviembre, cuando el frío y la oscuridad rasgan las calles de Bayubas, le reconforta ver «la lucecita» del bar de Jairo encendida. «En esas noches cerradas, esa luz acompaña. Sabes que hay un sitio donde ir y la sensación de que hay alguien allí dentro te hace sentir menos la soledad», ilustra.
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«El bar te saca de la tristeza del invierno. Un pueblo sin bar es un cementerio», comenta Santiago, que echa sus buenas horas al calor del mus y al guiñate, «cuando logramos que haya cuatro, claro».
Santiago, que nació en Bayubas y a sus 81 años sigue al pie del cañón como empresario resinero, rompe el tabú de las rencillas rurales. «No todos somos del agrado de todos. Si no quieres ver a nadie no vienes al bar, y aquí en el pueblo tenemos un par de esos. No entran, pero están ahí fuera como guardias civiles vigilando quién entra y quién sale».
Esa tarea de control, pero en un sentido amistoso y protector, se vive también entre las paredes del garito. «Si alguien falta un par de días, te preocupas, vas a su casa, preguntas por él. 'Oye, qué le pasa al Aurelio'. 'Que ha ido a Soria que han operado a su hermana'. 'Ah vale. Todos tranquilos'».
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La sobremesa es la hora de los naipes. Las mujeres salen a pasear entre los pinares que desembocan en el Duero y a la vuelta paran en el bar de Jairo a tomarse «un cafecito» y jugar a la brisca. Luego les toman el relevo los hombres, que entre chatos, botellines y cuencos de frutos secos estiran las horas hasta que cada mochuelo vuelve a su olivo, y Jairo apaga la lucecita. Hasta mañana. Nos vemos en el bar.
El bar de La Santa Espina, un pueblo de Valladolid conocido por su monasterio que custodia una espina de la corona de Cristo, fue el lugar escogido por la Junta de Castilla y León para anunciar su incentivo a estos negocios, una iniciativa similar a la que llevó al Congreso de los Diputados Teruel Existe en 2023 sin que se pudiera debatir al disolverse antes las Cortes. Para Luis Miguel Puerta, el alcalde de La Santa Espina, mantener estos locales abiertos es complicado porque no generan suficiente actividad económica. Por eso el regidor ve bien las ayudas, e incluso cree que habría que pagar un sueldo por mantener el bar abierto por la función social que estos lugares prestan a los pueblos pequeños. «Sería un dinero mejor invertido que el de las fiestas, que al final las aprovechan los que vienen solo en verano», argumenta Puerta.
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