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Esta maldita pandemia está sirviendo para conocerme mejor, y reconocer –en mí mismo– lo que aún no logro saber si son virtudes o defectos. Quizá, el descubrimiento más llamativo es la profunda tristeza y desazón que me provoca la imposibilidad de viajar a un mundo que, hasta hace bien poco, sentía latir, abierto de par en par, y que anhelo como nunca jamás había imaginado que lo haría.
Durante la primera ola, allá por el mes de marzo, la novedad y excitación que precedió al miedo, el redescubrimiento de nuestros hogares y de aquellos que los habitan, el espejismo de un mundo nuevo, renovado, y una agenda repleta de actividades lúdicas permitieron sobrellevar el síndrome de abstinencia, engañando a mi adicción con placebos. Luego llegó el verano, que todo lo cura, con esa maravillosa sensación de libertad, el reencuentro con los amigos, con los abrazos y los besos, la preocupación por las cosas banales: la dirección del viento, la temperatura del vino, el dulzor de la sandía, la reserva de la mesa.
Pero llegó septiembre, y octubre, y con ellos, la melancolía, el desvanecimiento de los espejismos, la indignación, el tedio. Un día, y otro, las mismas calles, las mismas rutinas, una casa, en una ciudad, de un mundo que se me va haciendo más y más pequeño.
Recuerdo un día, buscando una fotografía en la galería de imágenes de mi teléfono, ver pasar mi anterior vida a través de fotografías que mi dedo índice hacía retroceder en el tiempo: el sonido de una guitarra huérfana en Tokio, los pastores del Sahel, mujeres de una belleza atávica en Adis Abeba, Nujeen Mustafá, año nuevo en Bairro Alto, amanecer en Chicago, Nápoles, Bogotá, Senegal, niños jugando, Roma, Alepo en ruinas, Isla de Negros, Lesbos, 'Historias para no dormir', Kenia, París, cientos de botellas vacías... rostros, personas y lugares que me retrotraen a un mundo que hoy parece haberse extinguido, y que hace nada recorría sobre cuatro ruedas o con un pasaporte por bandera, repleto de sellos, que ahora languidece en una librería de Ikea.
Recuerdo no poder contener las lágrimas frente a aquella visión, aquel aluvión de vida. Recuerdo el gesto preocupado de mi mujer, alertada ante semejante derrumbe, y mi incapacidad para explicar con palabras lo que sentía, o de hacerlo sin herir, sin parecer que todo cuanto tengo, parece no ser suficiente.
Estoy enganchado a un mundo que he conocido y que añoro, a la diversidad, a los dialectos, a paisajes que dejan sin habla, a historias que erizan la piel, al ansia por descubrir, a la vida nómada, a la emoción de partir, a las ganas de regresar, a los ruidos de ciudades que bullen, al silencio de lugares remotos, a las turbulencias, al repostaje en estaciones de servicio.
Viajo a Madrid para una reunión. Es solo un pequeño oasis, otro placebo, pero durante unas horas siento que todo se recompone: la carretera, el café donde siempre, las ideas que bullen en una mente que pongo blanco, como el paisaje que me acompaña durante todo el camino.
Pongo música en mi lista de reproducción, suena el Preludio de Bach, interpretado por Glenn Gould. Me viene a la cabeza el plano de Michael Fassbender en la película 'Shame', corriendo de madrugada por la ciudad desierta, huyendo de sí mismo. Comienzo a silbar. No soy consciente de mi sonido hasta que el aire caliente que sale de mis pulmones empaña los cristales.
Mis hijos siempre me piden que no silbe, sobre todo por la calle. Dicen que les da vergüenza. Aún no saben, no entienden, que lo que debería preocuparles es que no lo haga.
La aleatoriedad quiere que mi llegada a Murcia coincida con un viejo tema de Atahualpa Yupanqui: «Es mi destino. Piedra y camino. De un sueño lejano y bello, vida. Soy peregrino».
Entro en casa y, aunque apenas he estado ausente unas horas, saludo y beso como si regresara de muy lejos. Sobre la mesa del salón me espera un tazón de sopa caliente que aún humea. Me acurruco en el sofá con mi mujer, y me voy quedando dormido plácidamente.
Ya lo decía Maurice Sendak, «el primer paso para reconocer nuestros monstruos es reconocer su existencia».
Lo reconozco, soy un yonqui, y me niego a dejar de serlo.
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