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Vulnerables

Me tomaré esta embestida viral como lo que es: un ejercicio de solidaridad

Viernes, 13 de marzo 2020, 02:27

Hay una novela de Zweig cuyo título es 'Miedo'. A medida que uno va leyendo la trama, ajustada a las costumbres de una época, deja de importar debido a que toda la narración está contaminada por el miedo que la protagonista siente, y que la empuja a no encontrar consuelo ni tan siquiera modificando su vida.

El miedo se genera en el ser humano cuando hay desconocimiento, o cuando el conocimiento de la gravedad es aplastante. Cuando nació mi primer hijo había que ponerlo boca abajo, cosa que actualmente está terminantemente prohibido; con el segundo, la norma era ponerlo de lado, y con mi sobrina, boca arriba. Los niños se movían y acababan durmiendo como les daba la gana sin que los padres pudieran evitar temer por ellos. Con el tiempo, la infancia se convirtió en una carrera de obstáculos, donde empezamos tapando enchufes, poniendo esquineros, escondiendo cables hasta llegar a la frenética adquisición de artículos de bloqueo de puertas, visera de baño para que no entre espuma en los ojos, humidificadores, comunicadores, quitamiedos, hamacas y portatodos para cualquier objeto que los padres acarrean en los primeros dos años de vida para convencerse de que lo que más quieren ha dejado de ser vulnerable.

Pero eso, nunca se consigue porque la vida contamina, mancha, duele y se contagia. Hemos depositado la llave de nuestras certezas, además de nuestra discutible inmortalidad, en manos de la ciencia y la tecnología, olvidando lo que nunca debemos olvidar. No puedo quedarme con ninguno de todos los cientos de mensajes de whatsApp de científicos, jefes de unidades hospitalarias, viajeros experimentados, biólogos de renombre y confinados que retransmiten desde habitaciones de hoteles sus experiencias en torno al Covid-19. Seguiré los consejos de los expertos en salud pública, y me tomaré esta embestida viral como lo que es: un ejercicio de ciudadanía y solidaridad para que no vayamos todos al mismo tiempo a requerir atención, pero de ahí a envenenarme con mi propio miedo va un trecho.

Si nuestros abuelos fueron de ejercicios espirituales, nosotros de campamento para aprender a luchar contra la adversidad y nuestros hijos se apuntan a jornadas de ayuno y meditación para neutralizar el estrés, ahora todos vamos a experimentar el confinamiento, la oportunidad de residir con nosotros mismos durante quince, veinte o cuarenta días, como una vacuna de recuerdo: somos vulnerables. Lo que puede resultar interesante es que cuando salgamos de nuestro encierro el mundo habrá corregido, aunque sea imperceptiblemente, su apresurada carrera hacia la inmortalidad.

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