La actualidad nos lleva a la aparición de una nueva ley, polémica como lo son todas las nuevas leyes, que trata de poner orden en el espinoso caso de la vivienda en nuestro país. Una ley que, en principio, y mientras no se demuestre lo ... contrario, viene a favorecer el mercado para los más necesitados. Otra cosa es que lo consiga. Pero bien está que, por fin, después de cuarenta años de democracia, se legisle en esa área social, que tantos problemas origina en los últimos años. No se podía dejar al libre albedrío el tener o no tener un techo bajo el que cobijarse, o ver con harta frecuencia desalojos de casas en las que los inquilinos no pueden hacer frente al alquiler, ni que para nuestros jóvenes sea materialmente imposible arrendar una casa; mucho menos, comprarla. Por eso se ha dado un paso importante con esa ley, que aún debe pasar los diversos escalones que toda norma reglamentaria necesita para su puesta en marcha.

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El problema de la vivienda no es nada nuevo, aunque sí lo sean los matices que ha alcanzado en lo que llevamos de siglo. En contra de otras épocas, hoy no hay dios que se compre una casa, como no sea con ayuda de papá y mamá. A lo más que se llega es a compartir piso, cosa que parece divertida para una serie de televisión, pero que seguro que será una lata. ¿Por qué se produce esta situación? Una inflación galopante, el beneficio de intermediarios y la obscena venta de inmuebles a los llamados fondos buitre que deshumaniza la figura del propietario: ya no se lucha contra el casero sino contra una empresa anónima. Lo malo del caso, es que ha sido fomentado por ayuntamientos, sobre todo, que han vendido casas sociales a cambio de no se sabe qué beneficios, y a quién.

Los de mi generación, sobre todo, quienes nos dedicamos a la enseñanza, y conseguíamos de manera inmediata trabajo, comprábamos las casas en las que queríamos vivir. Alrededor de 1970, tenías una vivienda decente por aproximadamente un millón de pesetas, que las pagabas en ocho o diez años, con intereses bancarios que superaban el 10 por ciento. Aquella generación rompió el hábito de la casa de alquiler, que era lo normal en España. No pocos catedráticos de universidad vivían de arriendo, por cierto, bastante bajos. No existía el prurito de tener casa propia.

No les ha faltado tiempo a los de la oposición para decir que la ley va a ser un desastre...

Porque este problema, el de la vivienda, venía de los tiempos de Franco. La mayoría de los edificios de todo el país hubo que reconstruirlos o derribarlos, tal como quedaron por bombardeos y saqueos. No es difícil ver sombríos paisajes urbanos en el cine europeo de esos años. La dictadura creó el Instituto Nacional de la Vivienda en 1939, construyendo enseguida medio millón de pisos llamados 'protegidos'. Insuficientes para una situación en la que, además, hubo una emigración brutal del campo a la ciudad, tanta que, en 1950, faltaban un millón de viviendas. Imagino que recordarán la película de Ferreri y Martínez Ferry, 'El pisito', en la que una pareja llevaba no sé si treinta años de novios, sin poderse casar por no tener sitio en donde vivir. El ya maduro novio (López Vázquez) decide casarse con una anciana moribunda, propietaria de su casa, porque al morir la señora, se podría quedar con el piso por herencia. Terrible.

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Por cierto que, cuando llegó la democracia, parecía que el problema había desaparecido. Suárez suprimió en 1977 el Ministerio de la Vivienda que había creado Franco veinte años antes. Pero, en vez de que el mercado se mantuviera en límites de especulación tolerables, todo fue a peor. No lo digo por quienes, con sus ahorros, consiguieran dos, tres viviendas, para poder alquilar algunas; lo digo por los que manejaron el mercado de manera corrupta. Zapatero recuperó el Ministerio de la Vivienda en 2004, a pesar de lo cual, no se han podido controlar los precios. Por eso no es raro que estemos a punto de tener una ley, que deberíamos mimar entre todos, y no ser pasto de la bronca política. No les ha faltado tiempo a los de la oposición para decir que va a ser un desastre... El día en que estos digan ante un caso semejante: vaya, no está mal, vamos a discutir algunos flecos, pero con la intención de llegar a un acuerdo, ese día, lo prometo, me emborracho con un buen tinto de la tierra; yo, que no bebo.

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