En el habla cotidiana, las generalizaciones suelen ser habituales, como forma cómoda de entendernos. Si bien establecer conclusiones a partir de ellas, de modo global, sin matizar –obviando la inmensa cantidad de aspectos individuales–, propicia juicios incorrectos cuando no erróneos e injustos. Con las salvedades apuntadas, flota en el ambiente la sensación de que el protagonismo en esta pandemia ha recaído en grupos distantes del vivir. Por razones diferentes. Los jóvenes y adolescentes han sido señalados con reiteración, diríase que, estigmatizándolos, por visibles comportamientos sociales inadecuados. Realzados por esa absurda costumbre de divulgarlo todo, en grabaciones lanzadas al viento, por parte de las redes sociales. Sus actitudes improcedentes se deben quizás a que no son conscientes de la gravedad de la situación.

Publicidad

Esta impresión es achacable en parte –sobre todo en los inicios de la enfermedad viral– a que se solía remarcar su incidencia casi exclusivamente en personas mayores y en quienes padecían determinados problemas de salud crónicos. Un equívoco mental en esa fase vital en la que todo parece posible, considerándonos poco menos que invulnerables, capaces de afrontar cualquier contingencia con una alegría en ocasiones rayana en la inconsciencia. Ya se encarga la realidad, con el tiempo, de ajustar las situaciones en sus perfiles adecuados.

En cuanto a los ancianos, los otros destacados referentes de la pandemia, personas vulnerables como son, en razón de la merma de sus condiciones fisiológicas, el interés ha recaído en las connotaciones de cariz sombrío, tan negativas. Se centran en gran medida en ancianos institucionalizados o que arrastraban problemas de salud asociados. Deviene desolación la congoja que despierta conocer la desmesurada mortalidad. Es la vejez un proceso heterogéneo, que no enfermedad, en la que el declinar fisiológico está condicionado por la acción combinada de factores genéticos y de agentes externos, como el estilo de vida o las enfermedades. Es un proceso ligado a la vida de las células –armazón del cuerpo– y su capacidad de dividirse un número de veces predeterminado y limitado, conocido como índice de Hayflick. Alcanzado este, sufren un mecanismo de destrucción programada. Se llega así a la apoptosis, poético concepto griego referente a la caída de las hojas del árbol o los pétalos de las flores.

Aunque no hubiera recetas para alcanzar la entereza humanista, la educación ayuda a que renazca la esperanza

El colectivo de los ancianos o personas mayores o de edad es también centro de sonadas polémicas. Como ocurrió cuando, al comienzo de la pandemia, las unidades asistenciales hospitalarias rozaban el colapso, y se sucedían los comentarios acerca de si, en determinadas condiciones, se priorizaban los recursos en función de la edad. Es una disyuntiva relativamente habitual en las unidades hospitalarias de alta complejidad, que los profesionales abordan mediante una profunda deliberación entre todos los actores implicados, evaluando múltiples variables. Sean estas las condiciones de vida anteriores al ingreso, los valores y deseos del enfermo, su vida de relación, el apoyo del entorno, las enfermedades asociadas o un pronóstico vital ominoso.

Un complicado dilema ético este, trasladable a situaciones similares cuando los recursos son finitos y la demanda exponencial no es capaz de satisfacer todas las necesidades. Se entabla así un continuado debate, a la hora de barajar posibilidades no solo en función de la edad cronológica. Una forma de proceder, en fin, a la que no son aplicables rígidos e impersonales protocolos, normas o edictos, cuando es necesario aplicar realmente el concepto de humanidad, palabra tan devaluada por su interesada, espuria e imperfecta aplicación.

Publicidad

En esa generalización resulta trivial reconocer que, entre la población anciana, existe una amplia variabilidad. Se da el caso, en ocasiones, de que la injerencia terapéutica desmesurada –sin un sentido final claro, ni según qué intenciones incluso aviesas se pretendan– resulta nefasta, al aplicar sin deliberación otro concepto atroz como es el encarnizamiento terapéutico. En esas contadas ocasiones cabría apelar al magisterio de los clásicos, no solo de la medicina. Enseñanzas postergadas hoy en día, tan puestas en cuestión por la banalidad rampante, propiciadas incluso desde las instancias educativas. Como señalaba el venerable Cicerón en 'De senectute' o 'Acerca de la vejez', período de la vida en el que, con admirable clarividencia, es la resignación el método mejor para afrontarlo con dignidad. O sea: «Todas las cosas que se hacen según la naturaleza, hay que darlas por buenas, como los frutos que, si están maduros y en sazón, se caen solos». O con el encantador cuento de Jack London, sobre un viejo jefe indio, Koskooh, al considerar el final de su vida como «una hoja vieja que apenas cuelga de su rama, que caerá al primer respiro», aceptado dignamente este final preguntando: «¿No es esta la ley de vida?». Otras generalizaciones vendrán... Aunque no hubiera recetas para alcanzar la entereza humanista, la educación ayuda a que renazca la esperanza, si se acepta la vejez como la culminación de la vida.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Infórmate con LA VERDAD: 1 año x 29,95€

Publicidad