La mejor forma de frenar la escalada bélica es que no hubiera armas: nadie que las fabricara ni nadie que las comprase. Esta es una respuesta de Perogrullo, típica de un niño (que podría ser uno de los 12.300 niños muertos en Gaza), pero ... son las respuestas más simples las que más radicalidad tienen.

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Si no hubiera un comercio internacional de armas, no habría interesados en que cualquier conflicto se resolviese mediante guerras, ni tampoco existirían figuras muy conocidas en todo intercambio mercantil como son los intermediarios. Por cierto, España se beneficia de este comercio y mucho: es el octavo exportador mundial de armamento entre 2019-2023; durante el primer semestre de 2023, las exportaciones de armas y material de defensa alcanzaron los 1.753,1millones de euros. Lo que supone un notable aumento del 35,6% en comparación con el mismo periodo del año anterior, según datos publicados por el Ministerio de Economía.

Si ya pasamos a centrarnos en la actual escalada bélica, habría que recordar la famosa frase del ministro austriaco Clausewitz, quien, en la Viena del Congreso de 1815, tras la caída de Napoleón y la reinstauración del Antiguo Régimen, dijo una frase cínica pero muy real: «La guerra es la continuación de la política por otros medios». Esto es, cuando la política oficial no resuelve los problemas, tenemos a la guerra como otra forma de hacer política. Por tanto, frenar escaladas bélicas consiste siempre en resolver los conflictos mediante la política, antes que esperar que estos se pudran (como el actual entre Ucrania y Rusia, o el de Palestina e Israel) o que el más fuerte considere que la guerra es una alternativa útil. La guerra entre Ucrania y Rusia se resuelve, igual que el conflicto palestino-israelí, satisfaciendo los legítimos intereses compatibles de cada parte. A riesgo de ser demasiado esquemático, Rusia e Israel tienen el mismo interés legítimo: garantías de seguridad de que su modelo de gobierno, de gestión económica y de vida-cultura, así como su territorio, no va a verse violentado continuamente por sus vecinos (incluso a riesgo de desaparición como estado unitario, y nos referimos a ambos países). Por su parte, Ucrania y Palestina comparten un mismo interés legítimo: tener un territorio viable, continuo, estable donde poder –con más o menos kilómetros cuadrados– proporcionar a sus ciudadanos garantías de seguridad económica, política, cultural y de calidad de vida. En realidad, estamos diciendo que los 4 países (mejor, sus ciudadanos y políticos) quieren lo mismo: la satisfacción de las necesidades básicas para cualquier persona y colectividad, que son tener seguridad económica, social, espacial y cultural. Por eso, es imprescindible que la comunidad internacional acabe con el actual 'status quo' de confrontación y obligue a los contendientes a entenderse desde el respeto y la aceptación de la legitimidad del otro como interlocutor. En este sentido, el establecimiento de conversaciones directas entre Rusia-Ucrania y Palestina-Israel sin precondiciones, a la búsqueda de un marco estable y duradero de Seguridad Compartida Euroasiática (que en eso tendría que haberse convertido la OTAN más RUSIA hace 20 años)... todo ello, seguro desencadenará una dinámica más virtuosa que la actual. Y, para terminar, el reconocimiento de Palestina como Estado es un hito más en este camino de romper un 'status quo' que sólo beneficia a lo que Eisenhower ya denominó en 1960 «el conglomerado industrial-militar». El corolario es terrible. Apesta a prepotencia e injusticia. Peor, de las fosas comunes sale un hedor insoportable al gran negocio de la guerra.

Tanques y excavadoras arrasando toda expectativa. Del vacío que dejan nacen los desesperados y estos alimentan a su vez las alimañas. Es el círculo infernal que enriquece a los señores de la guerra: «El negocio de la guerra mueve 2,2 billones de euros, una cifra comparable al Producto Interior Bruto (PIB) de Rusia», pero no hay negocio sin enemigos.

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Hace unos días escuché a un político de la derecha tratar de justificar la muerte de inocentes con la pretendida sutileza de diferenciar los muertos: los de los terroristas de Hamás habían sido víctimas buscadas, los de la represalia de Benjamin Netanyahu eran imponderables necesarios. No se pretendía su muerte. Es el cinismo autoexculpante de los poderosos.

A nadie se le ocurriría admitir, como justificación de la salvajada contra las torres gemelas, que Bin Laden hubiera manifestado que, tantos muertos, no eran sino daños colaterales en la persecución de un terrorista de la CIA. Sin embargo, se admite sin perturbación alguna un número mucho mayor de inocentes sacrificados en la caza de aquel.

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No son matices, es una vara de medir tan diferente que repugna. ¿Y si nos tomamos cinco días para reflexionar sobre todo esto?

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