853 asesinatos, 3.500 atentados y más de 7.000 víctimas son parte del saldo y la herencia de ETA, una banda asesina y cobarde que seguía caminando entre nosotros en un país que recién había salido de una dictadura que aniquilaba sistemáticamente a todo ... aquel que se opusiera a la ideología del régimen. Por ejemplo, uno de los autores de este artículo pasó de correr delante de los grises cuando era joven y alocado (ahora no es joven) a ser escoltado por un policía nacional 24 horas al día tras haber recibido una carta de ETA amenazándole de muerte.
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El terror es un instrumento utilizado por aquellos grupos extremistas –de diversas facciones y colores– para imponer sus ideales, luchar contra un sistema y acceder o retener el control del poder. El objetivo del terror es mantener a la población sometida a través del miedo, de una amenaza potencialmente real. Para el ser humano, el peor enemigo es aquel que no se puede prever: el que lo toma por sorpresa, consigue paralizarlo y aprovecharse de esa parálisis para hacerse con el control. Es uno de los mecanismos de sometimiento más crueles, porque deja a la víctima en un lugar de indefensión completa. Las víctimas del terrorismo, justamente, no solo son quienes sufren la barbarie del atentado de forma irreversible, sino la población completa en su cotidianeidad: quien sale del colegio y deja a sus niños, quien acude a una tarde de paseo con amigos en el centro de su ciudad, quien se toma el tren para ir a trabajar. Las víctimas de ETA eran muchos ciudadanos (militares, fuerzas y cuerpos de seguridad, funcionarios de prisiones, políticos, sindicalistas...) que no podían disfrutar de la libertad, revisando constantemente bajo los coches. También ciudadanos vascos obligados a vivir lejos de su tierra, sufriendo chantajes y amenazas.
Un error que comúnmente cometemos es identificar la idea con el instrumento. En España, por ejemplo, pasó a tildarse de terrorista a todo aquel que creyera en un País Vasco con mayor independencia. Este reduccionismo llevó a que aquellas personas que simpatizaban con esta idea se escondiesen y no hablaran por el temor que produce la exclusión social y la mirada ajena. Por otro lado, todo aquel defensor de una España monocolor y de una identidad nacional que acabase con las diferencias regionales fue tildado de fascista en más de una ocasión. Ese ocultamiento, ese silencio, termina siendo el más peligroso: una olla hirviendo a la cual se la tapa no tendrá otro resultado que la explosión.
La convivencia ciudadana implica aceptar que existe pluralidad de ideas y de proyectos de país, y que, a través de la democracia, se celebran espacios donde estas ideas son sometidas a la deliberación para su posterior implementación. Esto obliga a los actores a negociar, a ceder, a defender, y a lograr un punto de equilibrio, un 'justo medio' donde la mayoría quede conforme. Hoy, la discusión pasa por si personas con más o menos lazos sociológicos con la izquierda abertzale tienen derecho o no a integrarse en la vida democrática. Sin embargo, la discusión parece estar sesgada: muchos actores olvidaron que España ya pasó por esto. El PP, uno de los principales partidos políticos que opta hoy a gobernar el país, tuvo en su cuna fundacional a protagonistas de la dictadura franquista. El tiempo y la historia han demostrado que los instrumentos pueden cambian las ideas.
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Tanto en un momento como en otro, el Estado debe buscar la justicia. No podemos borrar el sufrimiento, ni devolver la vida a quienes los terroristas o los dictadores se la han arrebatado. Pero sí podemos buscar, por las vías legales, soluciones para que las otras víctimas (aquellas que sufren el miedo constante en silencio) dejen un día de serlo. Ese es el gran reto: la conciliación de una justicia retributiva con una justicia preventiva. Es inherente a la convivencia ciudadana la exigencia de ambas. Todos somos responsables de tan complejo acomodo, pero es el Gobierno quien debe gestionar el proceso. Es el juego de la democracia. En ella y en situaciones como la presente es donde la sociedad distingue a quienes tienen verdadero sentido de Estado.
Utilizar electoralmente el apoyo de Bildu al gobierno de coalición presidido por Pedro Sánchez nos parece ignominioso. Buscar tristes réditos electorales sin importar las dificultades que ello genera en la difícil convivencia de nuestro país es irresponsable. Bildu no es ETA. Como afirmaba Javier Maroto cuando era alcalde del PP en Vitoria: «Hay mucha gente en Bildu que ha pretendido la paz desde el principio».
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Al final, el mayor triunfo de nuestra democracia es que quienes querían destruirla hayan tenido que entrar en el juego democrático, y limitar sus aspiraciones a lo constitucionalmente aceptable. Por cierto, como afirmaba Jorge Luis Borges: «Hay que tener cuidado al elegir a los enemigos porque uno termina pareciéndose a ellos».
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