El tratamiento dado a los mayores durante la crisis sanitaria ha sido, a mi entender, de una inusitada insensibilidad y una inmensa falta de delicadeza. Oír la frase 'han muerto diez, cien o mil personas infectadas por la Covid, todos con patologías previas' (menos mal que nadie se ha atrevido a decir 'pero con patologías previas') llevaba implícito, pienso, el mensaje de que la enfermedad solo atacaba a los ancianos, que suelen ser quienes, lamentablemente, padecen abundantes 'patologías previas'. Algunos jóvenes, por suerte no todos, podían, por tanto, seguir a lo suyo: sus botellones, sus fiestas multitudinarias, sus conciertos de masas, sus reuniones, sin peligro, porque parecía ser que la pandemia era un asunto que solo concernía a los ancianos. De ahí la terca resistencia a aparcar por un tiempo esos hábitos, tanto empeño en transgredir las prohibiciones, e incluso, tanta energía derrochada en enfrentarse a las autoridades en defensa de un supuesto sacrosanto derecho a la libertad. Y así nos ha ido.

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Por otro lado, y quizá esté equivocado, se han visto en los medios –especialmente la televisión– pocos muertos en sus ataúdes y bastante poco del inmenso dolor que la pandemia ha provocado en numerosas familias. Daba la impresión de que los miles de fallecidos eran cosa de otro planeta o que solo les ocurría a otros y que, por lo tanto, no nos concernían. Las noticias sobre escaladas y desescaladas en el número de infectados y fallecidos han ido pareciéndose cada vez más a un relato de clasificaciones deportivas, competiciones entre ciudades y autonomías para subrayar cuál de ellas ocupaba en el podio la clasificación más alta, que, en este caso, coincidía con la más lamentable. A este pandemónium han contribuido algunos de los inmundos intereses de la política, cuyos dirigentes han sido incapaces de aunar esfuerzos para solucionar el problema.

Me ha parecido que en ocasiones se narraba el desastre a la manera como se explican los vaivenes de la economía, acompañados en exceso de curvas ascendentes y descendentes y gráficos de colorines o, como cada lunes, se recitan los resultados y clasificaciones de la liga de fútbol. Faltaba y falta mucho más respeto por un asunto en el que cabría prodigar ingentes dosis de sensibilidad. Sé que es difícil, en la necesaria obligación de informar, dar con la tecla adecuada cuando se trata de noticias duras, pero estoy seguro de que existen fórmulas para explicar esta tragedia sin banalizar sus resultados y mantener el respeto debido por quienes la sufren.

Daba la impresión de que los miles de fallecidos eran cosa de otro planeta o que solo les ocurría a otros

Este escamoteo es semejante al que se produce cuando los conflictos son bélicos. De las guerras activas en el planeta, bastantes de ellas con carácter endémico, solo se oye el eco de los disparos. La dolorosa realidad de muertos y sangre derramada, de fosas con miles de ejecutados, de bombardeos y sevicias se oculta para no 'herir sensibilidades'. Ninguna cadena quiere inquietar a sus parroquianos con imágenes que puedan alterarles la digestión. Luego nos asombramos de que el resultado de tales contiendas aparezca a bordo de pateras con refugiados que arriban a nuestras costas europeas como a las orillas del paraíso.

Volviendo a los ancianos, esta displicencia en el trato social que reciben, que no el que les prodigan sus familias, se refleja en términos despectivos como 'viejo', en lugar de 'anciano' o 'persona mayor', mucho más respetuosas. Los modernos que están en la cresta de la ola han inventado el adjetivo 'viejuno', doblemente hiriente pues añade al adjetivo inicial el sufijo despectivo '-uno', presente en voces insultantes como 'zorruno', 'lobuno', 'caballuno'... Igualmente, desagrada la coletilla 'con patologías previas' aplicada a los fallecidos, pues parece significar que es menos doloroso que perezcan los que las padecen que quienes no las padecen.

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El hecho de que la mayoría de los golpeados con mayor dureza por la emergencia sanitaria sean ancianos es, por otro lado, un síntoma de la escasa atención que la sociedad y el Estado les dedican. Si añadimos que muchos de ellos residen en instituciones privadas que cotizan en Bolsa, y que, con cierta frecuencia y salvando las que deban ser salvadas, entienden su asistencia como un negocio, en el que el ahorro, por ejemplo, en la comida, el aseo y en la contratación de personal genera beneficios a los accionistas, tendremos un diagnóstico aproximado de una situación que causa bochorno y consternación.

Son comportamientos deleznables que se suman a otros que olvidan que no vivimos en el mejor de los mundos posibles y que los vulnerables, entre ellos numerosas mujeres, bastantes niños en situación de pobreza y abandono, todos los parados, los discapacitados de todo signo y las oleadas de inmigrantes, están esperando que, de una vez por todas, la pandemia nos haga reflexionar y, a continuación, adoptar las medidas necesarias para restituirles su dignidad como seres humanos.

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