Resulta admirable la ingente cantidad de vegetarianos que detestan la verdura. Asumen que son vegetarianos porque alquien lo ordena, para que el planeta sea feliz y ellos, por solidaridad, absolutamente desgraciados. Esa 'cantiduvi' de gente que se siente facha si no se abstiene de cualquier ... vestigio de felicidad. La vegetariana debería ser una culinaria, no una medicina o, más generalizado, una secta política. Consecuencia natural de esto es que hay más aromas en una tienda de móviles que en un restaurante vegeta. Esos seres que tragan acelgas hervidas como una letanía, sin ninguna voluptuosidad, como en la infancia tragábamos aquel jarabe rosa de calcio de farmacia (mal ejemplo, el jarabe rosa de calcio era delicioso). Las acelgas hervidas tienen su voluptuosidad. Todo lo que no es veneno es bueno, muchos venenos son mejores que lo que no lo es. Pero llegan todos esos aspirantes a curitas laicos que no duermen pensando en nuevas formas de reprimir y esas monjitas 'woke' (palabra que suena a alga japonesa) a presentarse como veganos, con la bronca. Cuando lo suyo no es nada gustativo, sino solo un grave desorden nervioso derivado de otro grave desorden político.

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Yo amo, desde niño, todas las verduras en crudo, excepto, y no siempre, esas venenosas si no se cuecen antes, porque no me las trataban de colocar como progresismo, las verduras no solían votar en las elecciones (no se rían: hoy votan). Los adultos, eso que hoy no existe, nunca me dijeron que eran buenas. Yo no quería hacer cosas buenas: quería ser niño. Y tener libertad para echármelas a la boca fuera de la mirada de cualesquiera comisarios. Por eso hoy entre un verraco de setecientos kilos, de esos que si te duermes la siesta cerca no queda de ti ni el anillo de compromiso, y yo no sé quién ganaría a omnívoro completo. Tal vez yo no masticara igual de bien el anillo de compromiso. Existen nada conocidas gastronomías vegetarianas por el mundo, pero en occidente está la dieta mediterránea, que jamás fue dieta sino una variedad geográfica del hambre, porque lo que les hubiese gustado a los mediterráneos es no pasar necesidad y poder comer a diario lo que aquí se ha llamado 'chiche'. Esa cocina española tradicional llegó al magisterio porque respondía a la desesperada creatividad que solo da el hambre («hecha de ajo y prejucios religiosos», dijo en sentencia celebrada Camba, pero hoy el ajo está ausente y los prejuicios religiosos son de otra religión, la elitista-comunista). Hoy el hambre mediterránea es sustituida en los restaurantes de tres estrellas españoles por esferificaciones de aire, que si el chef las cobra, y no mal, es como lo de esos escritores a los que les anticipan el pago de un libro que nunca escribirán. No lo critico: el arte más sublime no es el que se hace, es el que no se hace pero lo cobras mejor.

Conocí a un intelectual de piso que, malcriado como niño eterno, en su casa solo le habían enseñado a comer cremas de helado y otros industrialismos. Un día dijo pasarse al veganismo, por la mala conciencia que le producía el asco de acariciar a cualquier animal; y desde entonces, en venganza, quiere acabar con el mundo y la humanidad para salvar a no sé qué planeta.

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