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La celebración todos los años, el 15 de marzo, del Día Mundial de los Derechos del Consumidor lleva implícito el mensaje de que una extensa ... legislación se constituye en barrera protectora ante los abusos del mercado o de las propias Administraciones e instituciones públicas y privadas y, aunque es cierto, también es engañoso, porque no siempre es así: quienes tienen la capacidad de tomar decisiones al respecto –los tres poderes del Estado y sus ramificaciones competenciales– en ocasiones adoptan una manifiesta laxitud cuando se trata de gestionar los derechos de los ciudadanos, siendo muchos los ejemplos que todos podríamos aflorar, tales como la banca y sus abusos; los desahucios, o el oligopolio de las empresas energéticas.
Las organizaciones de consumidores y usuarios, si no focalizamos adecuadamente nuestros objetivos, podemos convertirnos en correa de transmisión de los modelos productivos empresariales más agresivos, que inducen a creer que la búsqueda de la felicidad se basa en la posesión desbocada de objetos (por bienes), y cuántos más mejor, no importa la verdadera utilidad que tengan en nuestras vidas. Y este mensaje se canaliza a través de instrumentos tan poderosos como la publicidad manipuladora y alienante. Mucho que decir, por otro lado, de los asfixiantes cánones estéticos de belleza.
Y digo que pudiéramos ser correa de transmisión porque nuestras acciones, la mayoría de las veces, ejercen una labor paliativa en la defensa de los intereses de los ciudadanos, y aunque es necesario asumir ese rol, lo que realmente tiene verdadero sentido es transmitir a la sociedad, sin abandonar al mismo tiempo la labor asistencial, la relación directa que hay entre consumo y cambio climático; entre consumo y degradación medioambiental; entre consumo y agotamiento de los recursos naturales; entre consumo y responsabilidad social de las empresas; entre consumo y hambre en el mundo por el modelo productivo predominante; o entre consumo y explotación infantil, aunque este sea un problema complejo de resolver sin soluciones valientes por parte de los gobiernos. Pero podríamos seguir.
A mediados de los años 60 del siglo pasado, Erich Fromm acuña el término 'homo consumens', refiriéndose al ser humano cuya finalidad es consumir de manera compulsiva para encubrir el vacío interior que le envuelve, perdiendo la verdadera esencia que le diferencia del resto de seres vivos, la libertad, pero ya incontrolada porque su enajenación da paso a la perversión de los valores que le atrapa y le convierte en rehén de sí mismo al querer acopiarse de los objetos más insustanciales perdiendo, al mismo tiempo, la consciencia de ello.
Un bien como el Sol, que nos da la vida y del que todos podemos disfrutar, no lo valoramos lo suficiente como para entenderlo tan extraordinario como accesible, y puede que comprendamos su verdadero valor cuando nos lo empaqueten y vendan a dosis. Esta es una desproporcionada (¿falsa hipérbole?) manera de expresar que la felicidad en nuestra sociedad de consumo tiene un arriesgado componente posesivo de compra. Valoramos las cosas o las personas por el valor cuantificable que podemos hacer de ellas, no por la esencia que las define y las hace únicas.
Ante el 'homo consumens' la respuesta debe ser el homo ethicus, consumidor ético. Proactivo, que rompe muchas de las redes en las que se encuentra atrapado por el conformismo, la indiferencia e individualidad egocéntrica. Que se compromete. Que se supera con nuevas formas de respetuosidad medioambiental como el cradle to cradle (de la cuna a la cuna). Es una persona que mira más lejos del presente, convencido de habitar un mundo con un contrato de arrendamiento que le obliga a cumplirlo conforme lo estipuló, y que en caso contrario está obligado a perder la fianza.
Fianza, por otro lado, y esta es la paradoja, la pierden quienes heredan las consecuencias del modo de vida –que no calidad– de aquel, en todo caso irresponsable.
Cada uno es libre de elegir cómo quiere realizarse, pero eso no le elude de la coherencia debida; de la parte alícuota de compromiso que le corresponde en la sociedad que estamos y, también de las otras sociedades que, aparentemente lejanas, sufren las consecuencias de un desarrollo tan desmedido como ajeno a ellas.
No es suficiente con conocer nuestros derechos y ejercerlos de forma individual, hemos de dejar atrás la razón instrumental (Max Hokheimer / Theodor Adorno,) frustrante y devastadora, y ser capaces de expresarnos plenamente a través del valor de lo que somos, y de lo que podemos y debemos dar, desinteresadamente.
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