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A Leo le gusta ver el telediario por las mañanas antes de ir al colegio. Y a mí, por algún extraño motivo, me gusta que le guste, que le interese lo que en el mundo ocurre, y que me haga preguntas incómodas.
En estos días, ... en los que parece que en el mundo solo ocurre una cosa, y donde el telediario es una sucesión de imágenes de guerra y destrucción, de testimonios que apelan al orgullo y a las amenazas, Leo me lanzó, de buena mañana, una pregunta a bocajarro, un «crochet» en toda la cara: «papá, ¿porque no se rinden?».
Le respondí con ese discurso tan obligado, tan interiorizado por todos, basado en la idea de que rendirse es de cobardes y es deshonroso, que implica soportar el vergonzoso sentimiento de defraudar a los demás, y a ti mismo.
Leo, que no se da por vencido fácilmente, me respondió: «vale, entonces la guerra es eso, dos que no quieren rendirse». Otro golpe, directo al hígado.
Me quedé pensando en la idea de la rendición, tan menospreciada y vilipendiada, tan cobarde ella, tan injustificable, tan bochornosa.
El 15 de agosto de 1945, el emperador japonés Hirohito, a través de un mensaje retransmitido por radio, hizo pública la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial tras haber sufrido el ataque de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki.
Esto que van a leer a continuación, es una reinterpretación literal de aquel mensaje. Solo he cambiado el nombre de sus protagonistas, y algunos tiempos verbales que permiten actualizar los hechos.
«Yo, Volodímir Oleksándrovich Zelenski, presidente de Ucrania, después de reflexionar profundamente sobre la situación mundial y el estado actual de nuestro país, he decidido adoptar como solución a la presente situación una medida extraordinaria. Con la intención de comunicároslo me dirijo a vosotros, mis buenos y leales compatriotas.
He ordenado a nuestro Gobierno que comunique a todas las naciones, la aceptación por parte de Ucrania de la Declaración propuesta por Rusia.
Conseguir la paz y el bienestar del pueblo ucraniano y disfrutar de la mutua prosperidad y felicidad con todas las naciones, ha sido la solemne obligación que me legaron, como modelo a seguir, mis antepasados. Un modelo del que no he pretendido apartarme, llevándolo siempre presente en mi corazón.
La verdadera razón de nuestra lucha fue el sincero deseo de proteger nuestra nación, no siendo en ningún caso mi intención expandirlo a otros territorios.
Sin embargo, la guerra dura ya demasiado. Y a pesar de que los generales y los soldados de nuestro ejército han luchado en cada lugar valientemente, los funcionarios han trabajado en sus puestos realizando todos los esfuerzos posibles y todos los habitantes han servido con devota dedicación, poniendo cuanto estaba en sus manos; la trayectoria de la guerra no ha evolucionado en beneficio de Ucrania y la situación internacional tampoco ha sido ventajosa. Además, el enemigo amenaza con utilizar una cruel bomba, que tiene capacidad para matar a muchos ciudadanos inocentes y cuya capacidad de perjuicio es realmente incalculable.
Por eso, si continuamos esta situación la guerra al final no sólo supondrá la aniquilación de la nación ucraniana sino también, la destrucción total de la propia civilización humana. Y si esto fuese así, cómo podría proteger a mi pueblo, a mis hijos, y cómo podría solicitar el perdón ante los sagrados espíritus de mis antepasados. Esta es la razón por la que he hecho al gobierno de Ucrania aceptar la Declaración Conjunta con Rusia.
Me siento obligado a expresar mi más profundo sentimiento de pesar con las naciones aliadas que han colaborado con Ucrania. Asimismo, pensar en aquellos ucranianos que han muerto en el campo de batalla, así como en aquellos que dieron su vida ocupando sus puestos de trabajo, cumpliendo con su deber, o aquellos que fueron víctimas de una muerte desafortunada y en sus familias destrozadas es un sufrimiento presente en mi corazón noche y día. Del mismo modo, el bienestar de los heridos y de las víctimas de guerra, de aquellos que han perdido sus hogares y sus medios de vida constituye el objeto de mi más honda preocupación.
Soy consciente de que los sacrificios y sufrimientos que tendrá que soportar nuestro país a partir de ahora son, sin duda, de una magnitud indescriptible. Y comprendo bien el sentimiento de mortificación de toda nuestra nación. Sin embargo, en consonancia con los dictados del tiempo y del destino quiero, aun soportando lo insoportable y padeciendo lo insufrible, abrir un camino hacia la paz duradera para todas las generaciones futuras.
Confirmo vuestra lealtad al defender a vuestro país y me siento unido a vosotros, mis buenos y leales compatriotas. Por eso, os exijo que evitéis cualquier explosión de emociones que pueda desencadenar complicaciones innecesarias, o enfrentamientos que puedan desuniros, causando desorden y conduciéndoos por un camino equivocado que haría al mundo perder la confianza en vosotros.
Continuad adelante como una sola familia, de generación en generación, confiando firmemente en la inmortalidad de Ucrania, conscientes del peso de las responsabilidades y del largo camino que os queda por delante. Dedicad todos vuestros esfuerzos para la construcción del futuro. Manteneos fieles a una firme moral, seguros de vuestro propósito, y trabajad duro aprovechando al máximo vuestras virtudes sin retrasaros de la línea del progreso del mundo.
Poned en práctica, según lo he dicho, mi voluntad.»
Pueden llamarlo, si quieren, una utopía, o una soberana estupidez, pero a mi, este ejercicio, me ha servido para ponerme en la piel de Hirohito, para entender que la rendición puede ser, también, un gesto valiente y extraordinario, un gesto necesario. Y para explicar a Leo lo que no explica el telediario: que la guerra, en efecto, es un combate de orgullos, en el que todos, absolutamente todo, perdemos.
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