En estos días en que los futuros universitarios preparan con ahínco sus pruebas de Ebau, han confluido el lanzamiento del borrador del anteproyecto de Ley Orgánica del Sistema Universitario Español (LOSU), la Semana Mundial de la Educación Superior celebrada en Barcelona, y una nueva edición ... del informe 'Datos y Cifras del Sistema Universitario Español 2021-2022'. La coctelera tendrá su guinda con la publicación en agosto del 'ranking' de Shanghái de universidades (ARWU), del que los habituales sacarán las conclusiones habituales. Son infinitos los análisis que se pueden sacar de toda esta información, pero me han llamado poderosamente la atención dos temas.

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El primero es la valentía del Ministerio para incluir en el texto de la LOSU que (sic) «... el Estado y las Comunidades Autónomas acordarán un plan de incremento del gasto público en educación que permita destinar como mínimo el 1 por ciento del Producto Interior Bruto a la educación universitaria pública, en el conjunto del Estado...». Por primera vez se reconoce expresamente la corresponsabilidad de dos Administraciones en la financiación universitaria. Viendo el Mar Menor quizá sea una mala noticia, pero parece que podría sentar las bases para que, por ejemplo, propuestas de reducción de la temporalidad de las plantillas a través de una ley de ámbito nacional, no recaigan exclusivamente en las CCAA. Estas son las que contribuyen, en promedio, con las tres cuartas partes de los presupuestos de las universidades públicas, por lo que la desigual situación de financiación autonómica en el territorio nacional lastraría enormemente la viabilidad de esta medida. Pero también debo confesarles que ese corolario final de que el 1% hace referencia «al conjunto del Estado» me deja un poco intranquilo. Ya saben aquello de que, si una persona se come un pollo y otra persona ninguno, se podría decir que a cada uno le toca medio pollo, pero siendo una afirmación estadísticamente correcta, carece de utilidad como descriptor de la realidad.

El otro foco se ha puesto en el aprendizaje permanente, aprendizaje a lo largo de toda la vida o 'lifelong learning' (LLL). La tasa neta de escolarización en Educación Universitaria en la Región de Murcia es de un 29,3%, lo que significa que prácticamente uno de cada tres jóvenes entre 18 y 24 años está matriculado en la universidad y con ello no andamos lejos de la media de la UE. Puesto que la previsión es que el volumen de población en esa franja de edad no se incremente en los próximos años, se empieza a hacer énfasis en que nuestros recursos humanos y materiales deben emplearse para desarrollar las «otras misiones» que tiene encomendada la universidad. Aparte de impartir grados, másteres, programas de doctorado y desarrollar la investigación, la innovación y la transferencia (I+I+T, por si desean renovar los conceptos de I+D o I+D+i de una forma más 'cool'), se nos recuerda que debemos configurar un espacio educativo más amplio que abarque la formación continua a través de microcursos o microcredenciales, formación vocacional, formación ligada a las necesidades de las empresas, actualización de competencias, universidad para nuestros mayores e, incluso, cualificaciones profesionales en los niveles más avanzados. En relación a esto último, si consultan el Real Decreto 272/2022, de 12 de abril, por el que se establece el Marco Español de Cualificaciones para el Aprendizaje Permanente, verán que el último de esos niveles se solapa con el nivel 1 del Marco Español de Cualificaciones para la Educación Superior. Esta apuesta supone, de fondo, una posible reorientación de los recursos de nuestras universidades hacia unos perfiles de estudiantes muy heterogéneos.

Las universidades, amparadas en su actual marco legal, ya vienen trabajando con éxito dispar en este acercamiento a lo que la sociedad civil demanda. Los grados duales, los programas de doctorado industrial, el reconocimiento de la formación en ciclos formativos de grado superior para el acceso a determinados grados universitarios, o el desarrollo de Trabajos Fin de Grado o máster en empresas, pretenden aglutinar estos esfuerzos. No obstante, los recelos entre la comunidad universitaria surgen con cierta frecuencia amparados en percepciones que, aun teniendo importantes sesgos, no son desdeñables. Por un lado, la velocidad en las dinámicas de empleo y las competencias demandadas parece que no recomiendan que las universidades orienten sus planes de estudio hacia ámbitos excesivamente específicos en los títulos de grado. Por animar el debate, ¿tendría sentido implantar un título de grado en ingeniería nuclear? Es necesario que el dinamismo aparezca en los formatos de formación de posgrado, incluyendo fórmulas más flexibles para nuestros estudiantes. Por otro, la capacitación del actual profesorado universitario para impartir formación especializada puede distar considerablemente de la volatilidad de la demanda en algunos sectores, y solo sería viable con una adecuada contribución de recursos humanos ajenos a la universidad. Y por último, aunque no menos importante, el recelo a que todo este proceso se limite a poner la palabra 'universitario' a cualquier título, diploma, certificado o centro de estudios, obviando la vigilancia de la calidad y diluyendo la misión fundamental de transmisión y creación de nuevo conocimiento.

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Son muchos los agentes implicados, a lo que se suma la resaca de los modelos de formación híbrida y a distancia que la pandemia ha hecho aflorar, y sobre los que aún no hay una confirmación tácita de cómo deben desarrollarse para contribuir de una manera efectiva a mejorar la formación de nuestros estudiantes en los próximos años. Habrá que esperar acontecimientos, pero algunos faros se encienden en el horizonte mientras nuestros estudiantes se preparan para la Ebau. A ver si entre todos somos capaces de darles el rumbo adecuado, porque si los empleos de dentro de cinco años aún no están definidos, la tarea de definir adecuadamente la formación es un reto sin precedentes.

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