La ultraderecha y el lenguaje
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Introducir a la extrema derecha en las instituciones es avalar el odio hacia los jóvenes inmigrantes del cartel de Sol y azuzar la transfobia y el maltrato animalMapas sin mundo ·
Introducir a la extrema derecha en las instituciones es avalar el odio hacia los jóvenes inmigrantes del cartel de Sol y azuzar la transfobia y el maltrato animalEl otro día, durante una entrevista concedida a una cadena de radio, el exdirector de la RAE Darío Villanueva afirmó: «No es el lenguaje el que construye la realidad; es la realidad la que construye el lenguaje». En una sola frase, este prestigioso teórico y ... crítico literario se cargó toda la filosofía y la lingüística del último siglo y pico –desde Saussure hasta nuestros días–. Resulta increíble que todavía haya quienes crean en la ingenuidad del lenguaje, y se atrevan, en consecuencia, a valorarlo como la consecuencia de una realidad determinista, inexorable, preexistente. El lenguaje construye la realidad –claro que lo hace: todos los días, a cada instante–. Quienes minimizan la capacidad constructora del lenguaje están legitimando su uso violento y desproporcionado; están negando su inmenso poder para señalar y destruir; son cómplices de su empleo enfermizo, racista, LGTBIfóbico, negacionista.
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O somos conscientes de esto, o nuestro sistema de convivencia corre peligro de colapsar de un momento a otro. Porque lo peor de todo es que la democracia está perdiendo el pulso por el lenguaje. Durante esta semana, hemos asistido estupefactos a cómo Vox se valía de propaganda electoral para falsear datos y acusar a los jóvenes inmigrantes de robarle el dinero de las pensiones a nuestros mayores. El mismo día en que esto sucedía, Ángel López –diputado nacional de la formación de Santiago Abascal– realizaba un cambalache argumentativo, comparando los derechos de los animales con la 'ley Trans'. Ambas propuestas –en su opinión– están atravesadas por «la misma hipocresía que permite a un niño español amputarse los genitales y ponerse glándulas mamarias sin el consentimiento de sus padres y a coste de todos los españoles, y por el contrario no permite al propietario de un perro cortarle las orejas o el rabo a fin de que el animal no sufra heridas en sus labores de trabajo propias de su instinto».
Las reacciones a tales barbaridades no se hicieron esperar, y las redes sociales se inundaron de comentarios condenatorios. El problema es que Vox siempre tiene las de ganar en el espacio público del lenguaje. ¿Por qué? Porque emplean la mentira, la demagogia y el odio. Sus afirmaciones son gruesas, inyectadas de emociones encendidas y susceptibles de ser sintetizadas en un titular o eslogan. La naturaleza emocional y populista que las define las sitúa fuera de lo discursivo, de lo racional, de lo argumentativo. Y, claro está, esto supone un serio hándicap para quienes queremos contestarlas. Responder desde la indignación a las proclamas del odio supone situarse a su mismo nivel, ya que implica priorizar lo emocional a lo argumentativo, y recurrir, en consecuencia, a tópicos que ya no surten efecto por desgastados: 'fascistas', 'racistas', 'homófobos', etc... Hace no mucho tiempo, acusar a una persona de 'fascista', 'racista' u 'homófoba' constituía un juicio moral de tal envergadura que la dejaba marcada para toda la vida. Hoy en día, tales acusaciones no pesan nada. Es más: quien las recibe se considera un mártir, víctima de la bilis de la progresía y del marxismo, y reafirmado en sus convicciones de salvar a la patria de sus malvados enemigos. La indignación sirve de poco. Y es que el verdadero poder de quienes combaten las muchas derivas del odio reside en los valores de la ética y de la democracia. Y la exposición de estos requiere de argumentación y desarrollo, de finura intelectual.
Ni Twitter ni Instagram toleran un matiz más allá del titular y de la indignación. El debate se resuelve en las emociones, y no en los argumentos. De ahí que la ultraderecha lleve la delantera en el proceso de construcción de la realidad, y el odio haya adquirido una capilaridad social difícil de gestionar. Además, y por si éste no fuera ya de por sí un problema mayor, nos encontramos –en consonancia con lo afirmado por Darío Villanueva– con un intento por hacernos creer en la «banalidad del lenguaje». Vox coloca en Sol un cartel que incita al odio contra los menas, y, a reglón seguido, Abascal declara en un mitin que su partido no tiene nada en contra de los inmigrantes legales o ilegales. Dicho de otro modo: primero lanzan el mensaje de odio, para, a continuación, deslizar que se ha entendido mal y que, además, su lenguaje resulta inofensivo. Y el problema es que hay otras formaciones políticas que, mediante su comportamiento, muestran su complicidad con esta «banalidad del lenguaje». Llegar a acuerdos con la ultraderecha para gobernar en varias comunidades autónomas es una forma de reconocer que, por un lado, esta la realidad, y, por otro, el lenguaje. Quienes así actúan cifran el éxito de sus políticas en el hecho puro y duro de permanecer en el poder, sin importarles su aporte a la construcción de un contexto de violencia que está arrasando la diversidad social. Siempre he sido absolutamente claro en esto: quienes pacten con la ultraderecha –y me resulta indiferente las siglas de las que se trate– me tendrán frontalmente en contra. Y, aunque se valgan del matonismo para acusarme de traidor y coartar mi libertad de expresión, ahí estaré para recordarles una cosa: los traidores son ellos. Introducir a la extrema derecha en las instituciones es avalar el odio hacia los jóvenes inmigrantes del cartel de Sol y azuzar la transfobia y el maltrato animal. El lenguaje importa: puede incitar a la convivencia o al odio. Y algunos han elegido el odio
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