Ni el estridente ulular de sus sirenas, ni el vistoso amarillo chillón de las carrocerías de las ambulancias, apenas suscitan interés desplazándose veloces, perfectamente integradas en el entramado urbano. Como señala Philip Larkin: «Herméticas como confesionarios/ se abren paso a través del ruidoso mediodía de ... las ciudades/ ajenas a las miradas absortas en ellas/ llegan para estacionarse en cualquier parte/ todas las calles, a su debido tiempo son visitadas». Aunque quizás sea demasiado pretencioso, como calificativo moral, apuntaría hacia otro rasgo de deshumanización, en acusado contraste con la expectación que su presencia despierta en pequeños entornos rurales. Allí, su aparición un tanto intimidatoria, auditiva y visual, convoca a buena parte del vecindario a las puertas de sus casas interesándose por el infortunado conocido, necesitado de esta intervención sanitaria. Puede que en estos pequeños detalles de convivencia resida ese plus de humanidad que tanto se demanda, cada vez más en trance de desaparecer de las relaciones humanas. Es un no sé qué indefinible, sentir algo por quien se desplaza atribulado en su interior.
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Estos vehículos de transporte forman parte esencial del engranaje de la atención sanitaria, en su labor de atención y traslado, en su caso, a centros hospitalarios de accidentados o enfermos. Como clave es su función para el desplazamiento de enfermos con problemas de movilidad, encamados o dependientes. Pero en esta sociedad convulsa, demandante y reivindicativa de derechos, con mengua de deberes cívicos, como se comprueba en tantos detalles cotidianos, la atención sobre el papel de las ambulancias suele ponerse de manifiesto en ocasiones con aires despectivos, para denunciar su tardanza. Es casi norma achacarles una responsabilidad poco acorde con el motivo que precisa su intervención. Pero por fortuna ahí están meritorias actuaciones, en complicados contextos, garantes de una atención sanitaria fiable y rápida. Como de igual modo no es temerario afirmar que la comprensión social debería considerar que es imposible su presencia detrás de cada persona. En cualquier circunstancia carecen estos vehículos tanto del don de la omnipresencia como del de la ubicuidad. Serían quejas hasta cierto punto comprensibles, achacables al nerviosismo y agitación que depara un accidente grave o una enfermedad que se presenta de forma súbita, y que impulsa a buscar un remedio inmediato. Es tan elemental el razonamiento que produce rubor expresarlo, pero así están las cosas en esta sociedad demandante y escasamente reflexiva, con un ombliguismo que asusta.
La demanda social para disponer de ambulancias crece de forma exponencial, con el paso de los años y el aumento de la población. En buena medida por la edad de las personas que requieren los servicios de urgencias, con un predominio importante a partir de los sesenta años. En un escenario que incluye accidentes de todo tipo en calles y carreteras, como intervenciones en domicilios. Actuaciones en las que sobresalen, por su frecuencia, un considerable número de enfermos con situaciones de cronicidad, como problemas mentales o de abuso de drogas y del alcohol. Por esta demanda creciente, ante la necesidad de mejorar sus prestaciones, es imperativo analizar situaciones en las que, solicitadas por un cuadro urgente, este no cumple con los requisitos deseables para la intervención sanitaria en el lugar.
Mucho ha variado su disponibilidad, en un momento en el que su presencia se anuncia de nuevo en escenarios bélicos europeos. Lejos los tiempos en los que aparecieron los primeros transportes sanitarios, surgidos en los campos de batalla, atribuidos a Larrey, cirujano francés de los ejércitos napoleónicos que instituyó el transporte de heridos mediante carretas. En una evolución progresiva que llega hasta los hospitales de campaña modernos en los que este transporte, en aras de una imprescindible rapidez, se encomienda a los helicópteros. La profesión de conductor de ambulancias goza de ilustres practicantes, al menos en el terreno literario, como Hemingway, John Dos Passos y Samuel Beckett. El más conocido, Ernest Hemingway, con un rico historial clínico por su apuesta vital extrema, enrolado como conductor de ambulancias en la Primera Guerra Mundial, escenario del que fue retirado como consecuencia de las heridas infligidas por una bomba.
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En ese camino que circula, inapelable, desde la salud perdida de forma súbita por accidentes o trastornos de presentación aguda, el tránsito fugaz entre la vida y la muerte se efectúa en el interior de habitáculos en los que la existencia pende de un hilo salvador. Hacia la recuperación o hacia el final. Cumplida su misión de valorar, atender y recoger para el traslado hacia centros sanitarios. En un crepúsculo que Larkin concluye así: «Un rostro yace inalcanzable en una cabina/ que el tráfico despide para permitir su paso/ aproximándolo al desenlace que está por venir... amortiguando en la lejanía todo lo que somos».
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