Japón, siglo XV. El cuenco para la ceremonia del té de Ashikaga Yoshimasa se rompe en pedazos y para repararlo lo envían a China donde ... le colocan unas burdas grapas. Descontento con el resultado, el sogún lo devuelve a Kioto y unos artesanos pegan sus piezas con laca y polvo de oro, evocando con este gesto el paso del tiempo, la mutabilidad y el valor de la imperfección. Ha nacido el kintsugi como arte y después como la filosofía que busca encontrar lo bello en las cicatrices de la vida.

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Jueves pasado. Se cumplen cuatro años desde que las calles quedaron desiertas y los quince días previstos de encierro se convirtieron en tres interminables meses encerrados en casa, inmersos en un experimento mundial a gran escala para el que no existía manual de instrucciones. Copio lo que escribí entonces: «Hace menos de una semana tenía muchos planes y aquí estoy, sentada frente a mi ordenador sin saber qué está pasando. Esta mañana limpiamos con una mezcla de lejía y agua los pomos de las puertas de casa, también las ventanas. Hemos fregado con amoniaco las alfombras y desinfectado a fondo los baños. Después de mucho buscar en las farmacias del barrio hemos encontrado mascarillas por si acaso nos infectamos y tenemos que utilizarlas. Mañana, Madrid amanecerá con todo cerrado, solo podrán abrir farmacias y supermercados».

El poeta y místico sufí Rumi escribió: «La herida es el lugar por donde entra la luz». Nos creemos fuertes, pero somos vulnerables y una situación inesperada puede rompernos en dos y hacernos pedazos. Y es justo en ese momento en el que elegimos que vamos a salir adelante cuando el kintsugi entra en escena para transformar nuestro dolor en cicatrices dignas de ser enmarcadas. Somos humanos, frágiles e imperfectos, pero eso nos hace más auténticos, aceptándonos rotos y nuevos, únicos, frágiles, irremplazables, en permanente cambio. Y con paciencia, sin ella no hay ni resurgimiento ni recomposición que valga.

Hace cuatro años el mundo paró en seco, el virus nos puso a prueba y fuimos millones los ilusos que vimos en esa desgraciada pandemia una oportunidad para ser mejores, una nueva luz para salir de la caverna de Platón en la que permanecemos presos de la oscuridad y las sombras. Tristemente miro a mi alrededor y no veo ningún cambio: nosotros, a lo nuestro, y al vecino que le vayan dando. Y lo del kintsugi, el oro y las cicatrices sanadoras, mejor para los japoneses que aquí en España con el 'Koldogate', el novio de Ayuso, sin Presupuestos para este año; por delante, tres elecciones en tan solo tres meses en un ambiente insoportable, y Puigdemont acechando y chantajeando, no tenemos tiempo ni ganas para más nada.

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