Cierro los ojos, una bocanada profunda y la empiezo a recorrer. A la izquierda del recibidor, la cómoda de madera con margaritas amarillas labradas a ... cincel en la que los libros escolares de los mayores esperaban a los más pequeños. En frente, la mecedora de rejilla, fiel compañía en tardes de lectura y siesta y sobre la que comprendí eso del movimiento armónico simple que no es otro que el de vaivén. A la derecha, el armario de puertas de raso verde y tachuelas doradas para la ropa de invierno. Una puerta de cristal opaco, que en la mañana de Reyes y con el corazón a mil esperábamos el permiso para poder abrir y saltar sobre los juguetes, separaba las habitaciones del comedor.
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Han pasado casi cuarenta años desde que no estamos allí, pero el piso familiar del centro de la ciudad sigue intacto en mi cabeza. También el teléfono góndola blanco con cable en espiral, el sonido del dial al marcar y el pequeño bloc de notas sobre la mesa de despacho junto a la ventana que guardaba paciente mis recados mientras yo me perdía en la ciudad. Con mi primera BlackBerry dejé de ser libre y pasé a estar controlada 24/7. Ahora es un iPhone el que actúa de celoso guardián y al que detesto tanto que no se extrañen que un día no muy lejano termine en una tienda de segunda mano. O en el fondo del mar. Tanto mail, tantas redes sociales, tanto guasap me tienen al borde del colapso. No puedo más.
No sé si la filosofía puede servir para resolver nuestros problemas, pero a mí me sirve de antídoto para lidiar con muchos de mis sentimientos. En el colegio no tuve la suerte de que me la enseñara Merlí Bergeron, el entrañable profesor de la serie de televisión que lleva su nombre de pila y que les recomiendo, así que me tocó pensar el mundo por mi cuenta hasta que aparecieron en mi vida los estoicos, mi puerto cuando sopla el temporal. Séneca me enseñó que la ira es una locura pasajera, un ácido que puede hacer más daño al recipiente donde se almacena que en cualquier cosa sobre la que se vierte. Con Marco Antonio entendí que no son los hechos los que me hacen sufrir sino mi visión de ellos. De Epicteto aprendí que los insultos no tienen sentido si se lanzan contra una roca, así que poco me importa que en Twitter los que alardean de estar en posesión de la verdad y hacerlo todo bien me llamen de todo por pensar diferente.
Feliz verano y no olviden: nadie pierde otra vida que la que vive, ni vive otra que la que pierde.
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