Una de las cuentas más inquietantes de Twitter se llama 'Progress Bar' y en ella comparten a diario la marcha del año en curso con ... una barra horizontal verde fosforito que no para de aumentar. Escribo estas líneas con el 67% consumido de 2023, aunque la fiesta de Nochevieja del año pasado en casa de Miguel y Lío parece que fue ayer. Les juro no sufrir ese trastorno de ansiedad llamado cronofobia en el que pensar en el paso del tiempo acojona y provoca desórdenes para todos los gustos, pero no me explico mis 56 años recién cumplidos si hace nada estaba en Colombia paseando por la selva mis felices cuarenta. Ya lo dijo Kant: «El tiempo mismo no puede ser suprimido».
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Poderosas moduladoras del tiempo son las emociones y eso Einstein lo explicó requetebién: «Una hora sentado con un chica guapa en un banco del parque pasa como un minuto, pero un minuto sentado sobre una estufa caliente parece una hora». Antes, Ernest Weber había descubierto una ley matemática que establece una relación cuantitativa entre la magnitud del estímulo físico y cómo lo percibe el sujeto que sirve también para explicar por qué el tiempo se acelera cuando nos hacemos mayores y demostrar que, aunque un año tiene siempre la misma duración, la relación entre lo que dura y el tiempo que llevas vivido es cada vez más pequeña. Un ejemplo: para un niño de diez, un año representa el 10% de su vida; para alguien de 40, el 2,5%, lo que se traduce en que cada año que pasa añade perceptualmente menos al total de nuestra vida que uno de nuestra infancia. De ahí la pesadilla de ver la vida escaparse a toda pastilla y sin frenos.
'Sorry', me fui por las ramas, ni sé lo que hago divagando sobre el paso del tiempo, sospecho abducida por la nostalgia desatada por mi reciente aniversario, cuando lo planeado era escribir sobre nanas y no esa que me cantaba mi madre, sino una compuesta por Mozart y que un estudio de una universidad de Nueva York acaba de señalar como capaz de aliviar el dolor de los recién nacidos al hacerles esa prueba del talón que localizada extrañas enfermedades de origen genético. Ojalá hubiera sonado algo del austriaco cuando nací o de cualquier otro gran compositor. Fue un 1 de septiembre a las tres de la tarde, yo que no lloraba ni para atrás y al ginecólogo no le quedó otra que agarrarme por los pies, ponerme cual conejo boca abajo y apalearme mis sonrosadas nalgas hasta que brotaron las primeras lágrimas. Me lo recordó mi madre el viernes pasado cuando desayunamos juntas para celebrar mi cumpleaños.
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